OPINIÓN
“Colombia: country of the year”
Con argumentos superficiales, 'The Economist' nos destaca como “el país del año”. Démosle, sin embargo, las gracias por reconocer los progresos alcanzados
Los reinados de belleza no se caracterizan por la objetividad, ni son rigurosas las reglas para participar y ser elegida. Es inevitable. La belleza de la figura humana, tanto como la de cualquier objeto real o ideal -un paisaje, un poema- no es susceptible de jerarquías inobjetables, las cuales, además, están sujetas a evolución.
Recuerden, por ejemplo, el cuadro Las Tres Gracias, de Pedro Pablo Rubens; esas damas, bajo los criterios estéticos actuales, padecen sobrepeso, y, a pesar del déficit de vestuario, invitan más a la castidad que a las pasiones lúbricas. Bien diferentes eran los cánones estéticos del siglo XVII cuando la obra fue elaborada.
Algo parecido sucede con la elección que cada año realiza The Economist de “el país del año”, dignidad para la cual fue escogido nuestro país en aquel ya remoto 2016 (¡ay, se fueron las vacaciones!). Nada se nos cuenta sobre criterios de elegibilidad o puntajes; se nos informa, apenas, cuáles fueron los candidatos y sus méritos; y, sin ejercicio alguno de ponderación, somos notificados de que el ganador es Colombia. Congratulémonos.
Competimos, entre otros, con Estonia, un pequeño país amenazado por Putin, pese a lo cual mantiene bajo su gasto en defensa y logra resultados notables en las pruebas escolares PISA. Una revista liberal como The Economist no podía omitir al Canadá, en estos tiempos de frenético populismo, en su lista de elegibles: sigue abierto a la migración y al comercio exterior, y comprometido en la lucha contra el calentamiento global. Esto último, se nos dice, más que justificado en un país cuyo Primer Ministro es un antiguo instructor de deportes sobre la nieve.
Sin saberlo, disputamos el galardón con Islandia, un país de 300 mil habitantes (el tamaño de Armenia), que tuvo una elevada tasa de crecimiento económico el año pasado, aunque su mérito fundamental consistió en haber eliminado a Gran Bretaña, un país de 56 millones de habitantes, del torneo europeo de futbol. Mientras el técnico inglés recibe 3,5 millones de libras anuales, el de Islandia se gana la vida como dentista...
Y, para no alargarme, vayamos a la razón por la cual se nos concede el lauro: según esa acatada publicación, “hicimos la paz en el 2016” después de medio siglo de una guerra que habría causado más de 220 mil vidas y llevado al país al borde de ser considerado un Estado fallido. En el transcurso de esa dilatada confrontación, las Farc cometieron la amplia gama de atrocidades que conocemos y que, en buena parte, hemos decidido amnistiar. La Fuerza Pública -como también se anota- no está libre de culpa; la horrible saga de los “falsos positivos” es una realidad imposible de negar que requiere castigos adecuados. (Sería interesante saber cómo vamos al respecto).
No se percata The Economist de que haber firmado el fin del conflicto armado con las Farc protocoliza la terminación de un proceso militar que se inició al comenzar el siglo durante la Administración Pastrana; entonces fue evidente que ese grupo guerrillero actuaba bajo la creencia de que la toma del poder político era un proyecto viable. El robustecimiento de la Fuerzas Armadas que se puso en marcha tuvo la virtud de inducirlas a la mesa de negociaciones en el momento, sin duda oportuno, elegido por el presidente Santos.
Durante este largo periodo, el conflicto con las Farc fue perdiendo intensidad y dejó de existir para la mayor parte de la población, circunstancia que explica una paradoja: el respaldo, reducido y tibio, que suscita la política del actual Gobierno y que es muy difícil de entender desde el exterior. Esa apatía cuando no hostilidad, que el Plebiscito hizo evidente, determina que para muchos sea intolerable que si el Estado triunfó en el terreno militar, así no hubiese sido de manera absoluta, haya firmado un acuerdo tan pródigo en concesiones.
Al comenzar unas negociaciones que habrían de durar, según se nos dijo, unos pocos meses, el Gobierno todavía pensaba que podía sacarlas adelante con el repertorio usual: una amnistía generosa y medidas para facilitar el tránsito de la guerrilla a la vida civil y política de la Nación. Por eso en el 2012 propuso una reforma a la carta para establecer un sistema de justicia transicional que se adoptaría, con total autonomía, por el Congreso.
Nada que ver con la llamada Jurisdicción Especial de Paz contenida en el Acuerdo Final que los congresistas tendrán que votar sin modificación alguna, salvo que el Gobierno lo autorice. Pocos lograron imaginar que los acuerdos con una banda delincuencial acabaran teniendo el estatus propio de los tratados internacionales; y que las Farc lograran ser consideradas como un ente cuasi estatal. Lo veremos con mayor claridad ahora que se viene la avalancha de proyectos vía “fast track”.
Sin efectuar menciones específicas, The Economist considera las concesiones pactadas como inevitables (“ugly compromises”, así las llama) en tanto no hacerlas sería peor. Por supuesto, nuestros amigos británicos no le habrían aconsejado a España negociar con los terroristas vascos, o a Italia con las Brigadas Rojas. La terapia que hemos decidido aplicarnos, y que tantos elogios recibe en el extranjero, es la que tal vez requieren Siria, Irak o Afganistán. No era la adecuada para Colombia.
Aceptemos, sin embargo, que los costos institucionales -dejemos al margen los económicos- están justificados en aras de la paz que, supuestamente, habríamos conquistado. Ojalá fuera así. Nuestro diligente Fiscal General asegura que en los últimos cuatro años el país duplicó las hectáreas cultivadas de coca, las que pasaron de 47.788 en 2012 a casi 97.000 en el 2015. Las cifras de hoy deben ser peores.
Si estuviéramos combatiendo con vigor el narcotráfico, los índices de violencia en ciertas zonas serían altos. Como han dejado de serlo e igualmente ha caído de manera abrupta el número de agentes de la Fuerza Pública atendidos en el Hospital Militar, hay motivos para sospechar que se ha bajado la guardia. Legalizar de facto actividades criminales no es una política aceptable. Cabe esperar que en las sesiones que vienen los parlamentarios formulen unas cuantas preguntas.
Al observar el comportamiento de las Farc en las semanas posteriores a la firma en el Teatro Colón, es obvio que están jugando limpio; les conviene hacerlo. El proceso de desconcentración, desarme y desmovilización no está exento de problemas, que serán solubles siempre que el Estado logre garantizar la seguridad de los integrantes de la guerrilla. Esa es una responsabilidad enorme. El Gobierno lo tiene claro y actúa con diligencia, pero los riesgos son considerables.
Al mismo tiempo, se requiere redoblar esfuerzos contra los otros grupos delincuenciales que infestan los campos. En contra de lo que piensa The Economist al elegirnos como país del año, si bien avanzamos en pos de la paz, “la pesadilla de la guerra” no cesó en el 2016.