OPINIÓN
¿Juventud, divino tesoro?
En teoría, los jóvenes son menos vulnerables a la pandemia, pero son los más vulnerables a todos los males de esta sociedad. Una generación que podemos perder.
Masacres de jóvenes en Samaniego, en Buga, en Cali, en Andes, en Leiva, en Palmarito, en Tumaco, en Venecia. Asesinato de jóvenes en Chocó, todos menores de 25 años. Reclutamiento forzado en el Cauca, en Buenaventura. Desaparecidos camino a Cartagena. Abandono estatal, desconectados de la educación desde antes de la pandemia, lanzados a redes de todo tipo, no solo las digitales. Desplazados de su futuro. Empujados a nuestro pasado de violencia presente.
El 25 % de la población colombiana es joven, según el DANE. Es decir, casi doce millones de colombianos entre los 14 y 26 años. Y de este grupo, el 33 % no trabaja ni estudia, según reporte de septiembre de 2020. Y para colmo de males, el 42 % de esos cuatro millones de jóvenes está compuesto por mujeres.
No cabe esperar que a estas alturas de 2021 las cosas hayan mejorado en semejante panorama. Han empeorado. Esta semana, la ONU lanzó una alerta por la desaparición de ocho jóvenes en el Bajo Cauca, una zona que se ha convertido en algo así como un triángulo de las Bermudas donde desaparecen muchos de los que entran, pero especialmente los jóvenes atraídos por el mar, por la aventura, por alguna oferta de trabajo, por lo que sea, que puede ser todo el universo cuando uno tiene 17 o 20 años.
En teoría, los jóvenes son menos vulnerables a la pandemia, pero son los más vulnerables a todos los males de esta sociedad que los arrincona. Y son especialmente vulnerables los domingos, según datos de la Policía Nacional, y mucho más a las armas de fuego y a los golpes contundentes que a las armas blancas (raro nombre, si siempre están manchadas de rojo).
La pandemia –dicen– no impactó tanto el registro de las matrículas escolares. Según el Ministerio de Educación, la reducción fue del 11,3 % y se esperaba que fuera mayor. En cifras de octubre pasado, 102.000 niños y adolescentes dejaron el jardín y el colegio por cuenta de la covid-19, pero en realidad por la falta de conectividad y los costos asociados, y en las zonas rurales por la dificultad para engancharse a la red y las restricciones para llegar a algún centro educativo, todo eso sumado a la crisis económica de sus familias.
La covid-19, a pesar de la práctica narrativa, no es la culpable. Simplemente un potente detonante y un factor de retroceso para una población que ya venía colgada en esa golosa donde se lanza una piedrita adelante y se avanza en pata de gallina, pero nunca es posible dar ese gran salto para poner los dos pies en el cielo que se le pinta. Y los que saltan de allí a la universidad, que ya desde 2019 trae a la baja las matrículas, también se encuentran con un panorama profesional desalentador, alto índice de desempleo –uno de cada diez– con especial impacto para las mujeres.
La Fundación Ideas para la Paz y el Instituto Republicano Internacional convocaron hace poco a jóvenes de regiones cruzadas por la violencia y que forman parte de las zonas prioritarias para la implementación del Acuerdo de Paz, para escuchar su visión. Ese encuentro se convirtió en una presentación ante las comisiones de paz de la Cámara y el Senado, con resultados presentados esta semana que termina. Dos de los temas que llevaron –el webinario fue para hablar de juventud y paz en los territorios– también son asuntos cruciales en las zonas urbanas, donde los jóvenes están expuestos a otras violencias: la dificultad para acceder a buena educación y ofertas laborales –por costos, por una formación sin calidad– y la demanda por tener mayor participación en las decisiones que los afectan.
El año pasado, según datos del DANE, el 68,1 % de los jóvenes entre 14 y 24 años dijo que las cosas están peor para ellos y un 5,7 % las consideran mucho peor. Para el resto, no hay cambio, todo es igual, lo que puede interpretarse de muchas formas, incluida aquella de que todo se mantiene regular o mal, sin mayores perspectivas positivas. Y un último dato, que debería ser el primero: la tercera parte de la población carcelaria de Colombia la constituyen jóvenes entre 18 y 28 años, afectados por esa otra enfermedad que se llama violencia, como lo explicó Creative Associates a El Espectador, a propósito de un estudio sobre pandillas urbanas.
Todas estas cifras no son resultado de la pandemia. Son algo así como los falsos positivos de esta sociedad que insiste en pintarles un mejor futuro a estos jóvenes mientras les va matando en el presente el ímpetu, las oportunidades y las ilusiones, todo a golpe de orfandad.