Crítica de música
La historia injusta de los creadores de la Ópera de Colombia
"Lo que dejaron Upegui y Carmiña fue un acto de fe en la cultura musical". Una columna de Emilio Sanmiguel.
Aquí existe la llamada Ópera de Colombia por obra y gracia de dos nombres: Carmiña Gallo y Alberto Upegui. Para Upegui, antioqueño de pura cepa, la ópera fue una obsesión. Por eso, en la Medellín de principios de los setenta organizó dos temporadas que económicamente fracasaron, pero no lo disuadieron de semejante locura. Llevó así a la cantante más prometedora y mejor preparada de la época, Carmiña Gallo, que venía de la cátedra de canto más prestigiosa del país, la del profesor Luis Macía.
A pesar del escándalo social, el empresario y la soprano se casaron y se instalaron en Bogotá. Carmiña, que además de ser profesora de canto era la directora del coro del Conservatorio de la Universidad Nacional, se dejó convencer por su marido e hicieron ópera en forma de concierto; es decir, sin decorados ni vestuario. Alberto, que para entonces era el director de la Radio Nacional de Colombia, se presentó en la oficina de Gloria Zea y le propuso hacer ópera. Fue así como a mediados de los años setenta nació la Ópera de Colombia.
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Pero no fue nada fácil. En Bogotá sí había operómanos, pero no una verdadera afición como la que había por la zarzuela, o como para llenar el exiguo aforo del Teatro Colón, de apenas novecientas localidades o algo más. Eso lo tuvo sin cuidado durante los primeros años, porque completaba el cupo con monjas y soldados. Pero se dio a la tarea de involucrar a quienes practicaban el canto lírico. Carmiña y él resolvieron enganchar a las voces jóvenes de la época; así surgieron Zoraida Salazar, Martha Senn y Sofía Salazar, que se convirtieron en las estrellas de una afición que no paraba de crecer. Paralelamente trajeron al país a cantantes colombianos que en Europa habían consolidado sus carreras, y cantantes extranjeros.
Cuando la Ópera de Colombia se convirtió en una de las grandes protagonistas de la vida musical, surgieron las envidias y las rivalidades. A Carmiña le enrarecieron el ambiente hasta tener que abandonar la compañía. A Alberto le fue peor: lo acusaron de deshonesto y lo despidieron. La Ópera de Colombia siguió creciendo, alcanzó niveles de calidad que aún no han sido superados, y finalmente desapareció del panorama en 1986 en medio de una polémica.
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Obsesivos como eran, volvieron a la carga a finales de los ochenta. Se inventaron talleres de canto patrocinados por el Distrito que se hacían en el Planetario, y con esas nuevas voces volvieron a hacer ópera, aunque en condiciones precarias. Se repetía la historia en el Teatro Municipal de Bogotá. El experimento fue efímero, pero de ahí surgió la Nueva Ópera de Colombia, en que ni él ni Carmiña tuvieron cabida.
Hace veinticinco años resolvieron organizar un coro, reunieron un grupo de cantantes alumnos de Carmiña y una orquesta, y crearon Las Clásicas del Amor, un proyecto poco ortodoxo: al conjunto instrumental lo bautizaron Orquesta Digital de las Clásicas. Debe ser la agrupación más versátil que hay en el mundo, porque se le mide a un programa de boleros, a uno de rock, ópera o zarzuela. Durante veinticinco años, las noches de los lunes en el Auditorio Skandia del norte de Bogotá lograron cultivar un público fiel. Entre las noches de boleros y las del rock se las han ingeniado para programar ópera, tras ser los únicos que se le han medido a montar el Himno de las naciones, de Giuseppe Verdi, en Colombia.
Carmiña, que era la encargada de la preparación musical, murió en 2004 y Alberto, que era el anfitrión de los conciertos, diez años más tarde. Pero como lo de ellos era sembrar la mística, las Clásicas del Amor siguen ahí, en Skandia, con su público y, a pesar de ser tan poco ortodoxos, haciendo cultura. No es un espectáculo ni para grandes melómanos y muchísimo menos para el jet set, es para gente del común a la que le gusta la música.
Aparentemente el grupo, que ahora está bajo la dirección del barítono Yener Bedoya, atraviesa momentos difíciles, como tantas otras empresas culturales de este país. Si me lo preguntan, no duraría en afirmar que un proyecto así amerita el apoyo, porque lo que dejaron Upegui y Carmiña fue un acto de fe en la cultura musical.
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