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La ignorancia

“No, pues, mírenlo tan sabiondo”, dicen con soberbio sarcasmo quienes no leen.

18 de noviembre de 2010

El debate que más espacio ocupa en los medios escritos de la sociedad norteamericana en estos momentos gira alrededor del interesantísimo fenómeno político de Tea Party. Para hacer un breve resumen para los lectores, hay que comenzar por explicar el juego que encierra el vocablo. “Tea party” es una expresión que quiere decir, en la vida cotidiana, un ágape vespertino en el que se toma el té. En Colombia sería algo así como las “Onces” o el “Algo”. Pero en inglés, “party” no sólo quiere decir fiesta sino también “partido”, con lo cual, la traducción adecuada sería el “Partido del té”. ¿Por qué el té? Porque el movimiento, que busca reducir la presencia del Estado en la vida de los ciudadanos (y por lo tanto, los impuestos), recoge el nombre del famoso “motín del té”, una revuelta que tuvo lugar en Boston en 1773 en la cual los exportadores de té norteamericanos protestaron por los nuevos impuestos al té que les quería imponer la Corona Británica. Esa revuelta se estudia en los colegios gringos y es considerada un importante precedente de la independencia de los Estados Unidos.

 

Pero lo fascinante de este fenómeno (que para colmo de ironías no es un partido político sino un movimiento que los republicanos han sabido explotar de muy populista manera) es que ha logrado construir un discurso a favor del hombre común y en contra de las clases educadas. Según ese bien aceitado discurso, las clases educadas son las que forman la élite política que rige el destino del país ignorando a la población mayoritaria que no fue a las universidades de élite (las que pertenecen a la llamada Ivy League), y que por lo tanto no es ni culta ni intelectual. El discurso que acaba de triunfar en Estados Unidos es uno que sospecha de las opiniones educadas, de la formación intelectual, de la inteligencia que se instruye y del bagaje cultural y humanista que se ha materializado en la producción de pensamiento, en las Bellas Artes, en la razón y en el conocimiento que eleva el espíritu humano.

 

Ese discurso tiene un poderoso equivalente en Colombia. No hay que pensar demasiado para encontrar ejemplos. Las personas que leen son miradas por muchos como casos raros, gente excéntrica, abstraídos que no entienden cómo funciona el mundo real. Lo particular en el caso colombiano es que de esos “muchos” aludidos arriba, una gran parte está en la misma élite dirigente, y no sólo en las clases medias o bajas que no han podido acceder a una educación cara o buena.

 

En los medios de comunicación, el espíritu medular de ese discurso florece en la radio y en la televisión. En los impresos el asunto es menos grave. Mientras que periódicos como El Espectador han dado un espacio y un rigor poco visto antes a la información cultural, por ejemplo, en la televisión y (muy especialmente) en la deplorable radio de entretenimiento colombiana el populismo anti-intelectual florece y se multiplica como hierba mala.

 

Basta recordar la entrevista que en el programa Cinema W (¡un programa dedicado al cine!) le hicieron a Rubén Mendoza por su película La sociedad del semáforo, en el que lo atacaron sin piedad dizque porque su película no tenía principio, nudo y desenlace, y que porque hacía “cine de autor” que no le daba todo mascado al espectador común. Lo criticaron porque para ellos, él estaba haciendo cine que no era para la gente común, para la gente no educada. La ignorancia de los entrevistadores era el escudo de su supuesta valentía, porque creían que representaban a sus oyentes. Exactamente el mismo populismo barato que subyace en los discursos de Sarah Palin.

 

¿Cuántas veces personas cultas deben defenderse, en medio de una argumentación cualquiera, contra ese tipo de ataques? “No, pues, mírenlo tan sabiondo”, dicen con soberbio sarcasmo quienes no leen, quienes no tienen interés en la educación del espíritu, quienes ven en el discurso del dinero la principal razón de la existencia. ?Pero ese espíritu en Colombia no podría llegar a constituirse en un fenómeno político paralelo al de Estados Unidos porque no hay una élite intelectual con un perfil definido. Quienes aman la idea del conocimiento están disgregados en distintas edades y clases sociales, o viven resguardados en la protectora y a veces nefasta sombra de la academia, y no forman una clase social definida. No conforman un target que le sirva a ningún mercadotécnico (y por lo tanto a ningún político). No hay un claro arquetipo que los identifique, y por lo tanto no pueden ser blanco de ataques de envergadura, ni culturales ni políticos, ni de estrategias de consumo masivo. Pero algo de ese espíritu sí se ha consolidado en esta sociedad en la década uribista, con su desmedido elogio del self-made man, del hombre berraco que hace plata porque es vivo, es astuto y sabe engañar. A ese arquetipo uribesco no le interesa en lo más mínimo educar su espíritu. No se enfrasca en una lucha de clases porque lo único que quiere es ascender en la escala social: hacer dinero para parecerse a los ricos, que total, no tienen tampoco en su perfil sociológico a la cultura como una característica de clase.

 

Y guardadas las distancias, lo que aquí sucede sí es algo sobre lo cual vale la pena reflexionar.

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