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La joya que hereda Duque

La confianza en la nueva Colombia no apareció por combustión espontánea. Fue un cambio construido sobre la disminución de la violencia organizada, el acuerdo con las Farc y la inserción del país al mundo globalizado.

Alfonso Cuéllar, Alfonso Cuéllar
4 de agosto de 2018

Siempre me he preguntado en qué momento Colombia quedó marcada con la letra escarlata de país de narcotraficantes. No me refiero a cuándo empezó la producción y exportación de drogas ilícitas (marihuana, cocaína), sino más bien cuándo se convirtió en nuestra identidad internacional, en nuestra imagen afuera. ¿Cuál fue el umbral que se pasó para que el primer referente fuera negativo? ¿Qué ocurrió para que la sola mención de la palabra ‘Colombia’ generara una asociación con lo criminal y lo deshonesto?

Dicen que toda percepción por tergiversada que sea se nutre de una verdad inicial. Y los colombianos no podemos negar que en las décadas de los setenta y ochenta se establecieron unas organizaciones criminales transnacionales, que se hicieron tristemente célebres por sus ostentaciones y uso de la violencia indiscriminada. También se volvieron frecuentes los cables de las agencias de noticias: “Capturan a colombiano con kilos de cocaína”. 

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En Estados Unidos, en particular, tres circunstancias se alinearon para afectar nuestro buen nombre: la explosión del consumo de crack que trajo con ella un incremento en los homicidios, la agresiva y moralista guerra contra el narcotráfico de la administración del presidente Ronald Reagan que incluyó el nombramiento del primer zar antidroga y Hollywood con producciones como Miami Vice y Scarface (Caracortada). A ese coctel se le incorporó una campaña mediática de convertir en enemigo público de los estadounidenses a capos como Pablo Escobar, a quien se le comparó con Alphonse Capone, el legendario gánster de la era de la Prohibición.

Fue muy eficaz. Logró permear tanto a la opinión pública gringa que hasta fue recurso para el humor: unos días después de la muerte de Escobar en diciembre de 1993, el comediante David Letterman comenzó su monólogo diario con el siguiente comentario: “Colombia es un país tan peligroso que hasta asesinaron a Pablo Escobar”. Y el público se reventó de la risa. 

Eran épocas en las cuales el colombiano escondía su pasaporte verde por vergüenza (sí millenials, antes era verde), donde era normal conocer el “cuartito” de inmigración de los aeropuertos y donde Colombia formaba parte de los “países problema”. 

Unos años después, a la droga se le sumó la percepción de una nación envuelta en una guerra civil. Colombia parecía condenada a seguir los pasos de Afganistán y Sudán como Estados fallidos.

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Dos décadas después la palabra que más se utiliza para describir a Colombia es “comeback” (la reaparición o el regreso). El país encabeza los lugares para visitar, los colombianos viajamos por el mundo más orgullosos y somos vistos como un pueblo con más futuro que pasado. 

No es que haya desaparecido el estigma del todo (seguirán los titulares chimbos como el del tabloide The Sun y las series como Narcos que reviven tragedias), pero ya quedó reducido a sus justas proporciones.  Similar a lo que padecen los italianos con la Mafia. 

La confianza en la nueva Colombia no apareció por combustión espontánea. Fue un cambio construido sobre la disminución de la violencia organizada, el acuerdo con las Farc y la inserción del país al mundo globalizado.

La confianza en la nueva Colombia no apareció por combustión espontánea. Fue un cambio construido sobre la disminución de la violencia organizada, el acuerdo con las Farc y la inserción del país al mundo globalizado. Sin una reducción sustancial en las tasas de homicidios y secuestros –el logro más visible de la Seguridad Democrática–, no era posible romper el paradigma, mas por sí solo no era suficiente. Mientras existiera la guerrilla de las Farc, por debilitada que estuviera, no iba ser posible salir del listado de países de alto riesgo ni generar el interés de inversionistas. Precisamente, ese fue el racional que motivó al gobierno británico a negociar un acuerdo con el IRA, que en 1998 estaba lejos de ser la amenaza terrorista de los años setenta y ochenta. Por el principio de supervivencia (y del sentido común), la gran mayoría de las personas evitan ir a lugares donde haya guerras, aunque sean de baja intensidad.

A la percepción de una Colombia menos riesgosa, se agregaron hechos tangibles como la firma de tratados de libre comercio (negociados por el gobierno de Álvaro Uribe y ratificados por el de Juan Manuel Santos), la inclusión del país en la Ocde y la Otan y el posicionamiento de Colombia como líder en asuntos de seguridad regional y global. Todos estos hitos confluyen en un sello de calidad, un Icontec 9001 de legitimidad y respeto, del cual Colombia careció por tanto tiempo.

Esta reputación, sin embargo, es frágil. Sigue en construcción. Quizás no haya una mayor responsabilidad para el naciente gobierno del presidente Iván Duque que el cuidado del prestigio internacional. ¿Qué se necesita para conservarlo? Que nuestras diferencias internas no pasen las fronteras. Hay que aplicar al dedillo la sabiduría popular: la ropa sucia se lava en casa.

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