OPINIÓN
La lección con Nicaragua: “Cría cuervos y te sacarán los ojos”
En asuntos de política exterior en los que las circunstancias cambian con gran rapidez, no siempre la “amistad imperecedera” se prolonga con el tiempo.
La muerte del cura nicaragüense Ernesto Cardenal, ministro de cultura de su país durante muchos años, sirve para recordar un aleccionante capítulo de la política exterior colombiana.
En 1979 se formó uno de tantos grupos de países latinoamericanos que, rompiendo su aislamiento tradicional, se reunían para concertar acciones políticas conjuntas frente a ciertos problemas internacionales.
Uno de ellos, se constituyó con Colombia, Venezuela, Panamá y Costa Rica. Participó activamente en el derrocamiento del general Anastasio Somoza, cabeza de una dinastía familiar que había gobernado al país durante más de treinta años.
El apoyo de la Venezuela de Carlos Andrés Pérez a la guerrilla sandinista fue con miles de dólares para la compra de armas y equipo. El del primer mandatario de Costa Rica, Rodrigo Carazo Odio, consistió en permitir que los guerrilleros que combatían contra el ejército regular de Somoza, operaran desde territorio costarricense.
El de Colombia fue por el contrario de carácter político. Mediante su discreta gestión en una reunión de consulta de ministros de relaciones exteriores de los países de la OEA se aprobó por un voto, una resolución que fue la partida de defunción del gobierno somocista.
Previamente, los Estados Unidos, que habían venido apoyando invariablemente al régimen somocista, consultaron confidencialmente con Colombia sobre la línea a seguir ante la renuencia de Somoza a dejar el poder.
El subsecretario de estado para asuntos latinoamericanos, que había sido embajador en Bogotá, valoró mucho nuestra posición, cuando se le señaló que los Estados Unidos, con la imagen que proyectaba al mundo el Jimmy Carter, no podía seguir apoyando una dictadura como la somocista.
Los sandinistas ingresaron a Managua el 19 de Julio de 1979. El canciller colombiano fue invitado, al arribo triunfal de los revolucionarios.
Un mes después de entronizado el régimen sandinista, con una junta manejada por Daniel Ortega, el gobierno nicaragüense anunció que reclamaría a Colombia los cayos de Roncador, Quitasueño y Serrana. El dictador Somoza lo había dicho en varias oportunidades.
Un mes después, Miguel D’Escoto, un clérigo renegado que desempeñaba el ministerio de relaciones exteriores de Nicaragua convocó al cuerpo diplomático acreditado en Managua a una reunión en la Cancillería. Los embajadores creyeron que se trataba de un acto social con copa de vino y bocaditos. Sin embargo, ante el asombro general, incluido el del embajador de Colombia, leyó una insólita declaración en la que se notificaba al mundo que el gobierno sandinista había resuelto reivindicar la soberanía sobre el archipiélago de San Andrés y, por ende, declarar nulo el Tratado Esguerra-Bárcenas de 1928.
Pocas veces en la historia contemporánea se había presentado semejante atropello, no solo contra un Estado que se suponía amigo, sino contra las normas y principios más elementales del derecho internacional.
En política exterior, son frecuentes las fotografías de altos dignatarios con rituales apretones de mano con las banderas de los países en el fondo y con las consiguientes ruedas de prensa fariseas en las que se habla de los maravillosos resultados del encuentro. Sin embargo, como las circunstancias varían con enorme rapidez, al otro día el anfitrión puede estar poniendo contra la pared a su eufórico invitado.
No hay que olvidar el refrán “cría cuervos y te sacarán los ojos”
(*) Decano de la facultad de estudios internacionales, políticos y urbanos de la universidad del Rosario