LA LEY DEL TALION

Antonio Caballero
27 de septiembre de 1999

Hace 25 años los colombianos seguíamos a través de la prensa, con una mezcla de
fascinación y horror y como si de una telenovela se tratara, la inacabable saga de venganzas de sangre entre
dos familias guajiras, la de los Cárdenas y la de los Valdeblánquez, que en el fondo eran la misma familia, y
que por eso se mataban. Aquello duró años, en una creciente borrachera de violencia: caían los hombres
jóvenes, las viejas tías, los niños, los patriarcas. Y sólo terminó cuando todos los Cárdenas fueron
exterminados por los Valdeblánquez y los Valdeblánquez por los Cárdenas, y no quedó ninguno vivo para
contar el cuento. La novelista Laura Restrepo lo contó luego en una estupenda novela titulada Leopardo al
sol. Un cuento. Una novela. Una telenovela. Una saga generacional. Una tragedia griega: la sangre llama
sangre, la venganza reclama venganza.
Ya no seguíamos las peripecias terribles de aquel enfrentamiento, no sólo porque las dos familias se
extinguieron sino sobre todo porque ya no es necesario buscar casos particulares para encontrar el ejemplo
de una espiral de venganzas. Hoy toda Colombia está así, chupada por un implacable remolino de
matanzas y de represalias: de violencia, de miedo, y de odio.
Deben de ser ya cerca de dos millones de colombianos desplazados por la violencia, de todas las
edades, de todas las clases sociales: los pobres que huyen a las ciudades porque les han incendiado su
rancho, los ricos que se refugian en Miami porque los secuestran si vuelven a su finca, los de la
menguante clase media arruinada y amenazada desde todos los ángulos que buscan el salvoconducto de una
visa para irse del país. O no por la violencia, puesto que sus víctimas están muertas. Los desplazados son los
otros, los supervivientes de la violencia. Y lo que los desplaza es el miedo: el miedo a que recomience la
violencia. A que vuelvan al pueblo los guerrilleros, o a que vengan los paramilitares, o a que llegue el
Ejército, o a que siga ahí la Policía, o a que se instalen en la región los narcos, o a que se monte un retén de
secuestros, o a que pase un asesino de la moto, o a que aparezca una patrulla de 'limpieza social', o a
que se escape una bala perdida. En la Colombia de hoy todos tenemos miedo.
Y odio. El miedo genera odio hacia quien nos inspira miedo, y el odio, miedo a quien nos odia y por odio
puede matarnos. En la Colombia de hoy nos odiamos todos. Los pobres a los ricos, los ricos a los pobres,
todos a los políticos, los políticos a los otros políticos. Odiamos a los guerrilleros, a los paramilitares, a los
militares, a los narcos, a los atracadores, a los policías, a los desechables, a los banqueros, a los
pordioseros, a los payasos de esquina, a los raponeros, a los poderosos, a los guardaespaldas de los
poderosos, a los periodistas, a los curas, a los defensores de los derechos humanos, a los
sindicalistas, a los maestros, a los estudiantes, a los funcionarios públicos, a los vecinos, a los
apartamenteros, a los delincuentes de cuello blanco, a los violadores de buseta, a los presos, a los
guardianes de prisión, a los agentes del tráfico y a los del DAS, a los fiscales, a los jueces, a los abogados, a
los secuestradores, a los secuestrables, a los que tercian por los secuestros, sean obispos o sean
humoristas de la televisión. A los odios viejos del dinero y de la lucha de clases, del regionalismo y de los
sectarismos tradicionales, se han sumado los odios nuevos de nuestra guerra sucia: muchos odios por cada
asesinado. Y ese círculo vicioso de la violencia, el miedo y el odio no es una telenovela: es nuestra historia
contemporánea.
Lo peor es que son muchos los que quieren que las cosas sigan así. No sólo entre aquellos dueños de
poderosos intereses que se benefician directamente con este caos de sangre, sino entre los colombianos
comunes y corrientes, víctimas y no beneficiarios del horror generalizado. Leo en un periódico de hace unos
días la carta de una lectora que firma Ana B. Ortiz de Bogotá, y cuenta haber abierto la Biblia y encontrado
unos versículos que le "caen como anillo al dedo" a la Colombia actual: "Dice así el Señor (Exodo,
21-12): "El que hiere a alguno haciéndole así morir, él morirá". El versículo 16 dice: "Asimismo, el que robare
una persona y la vendiese, o si fuere hallada en sus manos, morirá". Y por último, en el 23 dice: "Mas si
hubiere muerte, entonces pagarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie".
No van a quedar ojos, ni dientes, ni colombianos, señora Ana B. Ortiz. Como no quedaron Cárdenas o
Valdeblánquez ni siquiera para contar el cuento.

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