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Miguel Angel Herrera.

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La madre de la corrupción

La deuda política de los ganadores –y también de los perdedores– se resuelve con la asignación con fines políticos de recursos y cargos públicos, y mediante favores e intereses que benefician a grupos que colaboraron.

30 de septiembre de 2021

La reaparición de Emilio Tapia nos genera un gran desasosiego: no hemos avanzado en la lucha contra la corrupción, siguen los mismos con las mismas mañas, nuestro sistema judicial no sirve, las promesas del gobierno de turno contra este flagelo no generan fruto, seguimos siendo un paria internacional en esta materia y no hay solución a la vista.

Si pasamos del sentimiento a los datos duros, el fenómeno se matiza. Colombia no es el país más corrupto del mundo, como irresponsablemente lo informó el año pasado un medio norteamericano, desconocido, que hace su propio “sondeo” de corrupción, sin ninguna rigurosidad metodológica reconocida. Colombia, hablando seriamente, ocupó en 2020 el lugar 92 dentro de 180 países en el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional, que es el medidor más confiable en el tema.

Sin embargo, estar ubicado a media tabla no es ninguna buena noticia tampoco, porque Colombia obtuvo –en el mencionado ranquin de Transparencia Internacional– 37/100 puntos, lo que implica que está en el grupo de los países más corruptos, que son aquellos con menos de 50 puntos. Y menos favorable es el panorama cuando al revisar otro medidor confiable, el Índice de Capacidad para Combatir la Corrupción, la conclusión es que Colombia ha empeorado, mostrando un deterioro del 10 % en su capacidad de lucha contra la corrupción en comparación con 2019, ubicándose séptimo en el ranquin de los 15 países de América Latina.

Pero al final, pese a que los datos duros confiables no nos ubiquen como el país más corrupto del mundo o de nuestro hemisferio, lo que debería movilizar a nuestro Estado y a nuestra sociedad son dos consecuencias: el evidente impacto del fenómeno en nuestro desarrollo socioeconómico y el reclamo de la ciudadanía por un Estado eficaz frente al problema. Recordemos que, según la más reciente encuesta de percepción (Invamer, agosto, 2021), la corrupción es el principal problema para los colombianos.

Y no solamente es el principal problema percibido, sino una bandera recurrente y protagónica en todas las campañas presidenciales. De las pasadas y de las actuales. Abundan en ellas reflexiones filosóficas, sociológicas y culturales acerca del fenómeno, y anuncios de proyectos de ley al igual que promesas de reformas estructurales. Hay tanto debate sobre el tema, en tiempos electorales, que terminamos como ciudadanos más confundidos que en capacidad de contribuir a la solución del problema.

Pero tampoco objetivamente podemos concluir que nada han hecho nuestros gobiernos. Hoy contamos con nuevas normas e instituciones contra la corrupción que, sin que sean la solución, generan nuevas reglas del juego para la prevención y la sanción de actos corruptos. Es un avance que tengamos un marco normativo para el acceso a la información pública, nuevos procedimientos judiciales que promueven la delación de crímenes contra la administración pública, órganos de control con mayor voluntad política para perseguir este flagelo, la penalización de delitos sobre financiamiento de campañas, entre otros aspectos. También hoy vemos un mayor debate sociopolítico sobre los abusos de poder y sus responsables; unos medios de comunicación activos en investigar y denunciar; un mayor escrutinio ciudadano sobre las autoridades para obtener mejores resultados y algunas iniciativas de autorregulación en el sector privado.

Entonces, ¿por qué no vemos resultados más contundentes? Respuestas hay muchas: culturales, económicas y sociales, entre otras. Pero la madre de la corrupción, y específicamente de la macrocorrupción, es la política, y particularmente, nuestro sistema político electoral. Allí nacen los Tapias, Olanos, Nules, Palacinos y demás monstruos de la corrupción criolla. Evidencia de este fenómeno es que todos estos nefastos personajes tienen o tuvieron tentáculos con funcionarios públicos. No actuaron aisladamente. Operaron articuladamente con congresistas, alcaldes, gobernadores, ministros, viceministros, pero también con mandos medios de las principales corporaciones con funciones estatales. En el informe de la Misión de Observación Electoral (MOE), titulado Así roban a Colombia, se detalla que desde 1991 hasta 2017 han sido condenados por corrupción 679 políticos, de los cuales 443 son alcaldes, quienes –en su totalidad– llegaron por elección popular.

Entonces no estamos frente a un problema del gobierno de turno. Estamos frente a un problema del Estado, y de la relación Estado-ciudadanía. Es el ejercicio político en general, y el ejercicio político electoral, en particular, y la relación de los políticos y candidatos con la ciudadanía, los ingredientes del coctel que embriaga a los corruptos. Hablamos concretamente de malas prácticas electorales como el clientelismo, la débil veeduría a la financiación de las campañas y la falta de regulación sobre los equipos de las campañas, tanto presidenciales como legislativas, así como nacionales y regionales. Pero también son deleznables algunos hábitos de la administración pública como la peligrosa concentración del poder ejecutivo, la aún débil regulación de rendición de cuentas en los tres poderes públicos y las restricciones al acceso a información de las entidades estatales contratantes, entre muchos otros.

Hemos aceptado como sociedad una cultura transaccional entre quienes aportan recursos o participan en las campañas, y los candidatos, tanto a cargos ejecutivos como legislativos, ganan y quedan con una deuda que está políticamente latente durante el periodo de mandato, tanto en las regiones como en las entidades nacionales.

La deuda política de los ganadores –y también de los perdedores– se resuelve con la asignación con fines políticos de recursos y cargos públicos, y mediante favores e intereses que benefician a grupos que colaboraron. Además, prevalece aún la designación politizada de las cabezas de los órganos de control, tanto a nivel nacional como territorial. Estamos, en suma, ante un sistema político transaccional antiético y muy arraigado en nuestra vida política, que de no combatirse desde tiempos electorales, nos va a seguir desinstitucionalizando y empobreciendo más.

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