OPINIÓN
Un país en paz
"No es sostenible el proyecto de tolerar una más amplia democracia política que la precaria que actualmente existe sin aceptar simultáneamente la existencia de una democracia económica y una democracia social".
Para justificar la ejecución extrajudicial de un estudiante por las fuerzas antidisturbios del Esmad dice la ex precandidata presidencial uribista Paloma Valencia, despelucada y febril: “Dilan Cruz era un vándalo. Estaba en vandalismo”. Curiosa construcción verbal, que participa de la actual moda de identificarse con el propio telefonito celular: “Estar en modo avión”. Otro ex precandidato presidencial uribista, Rafael Nieto, bien peinado y enfático, dice que el joven Dilan en realidad se suicidó, y que quien tiene que responder por su muerte es el ex candidato presidencial no uribista Gustavo Petro, que fue quien mandó a los estudiantes al paro. Curioso doble y contradictorio razonamiento, que le atribuye a Petro el poder decisorio que le gustaría tener, pero no tiene. Otro ex precandidato presidencial uribista más, Carlos Holmes Trujillo, despeinado como Paloma y enfático como Nieto, dice, demente como es él, que hay que fortalecer al Esmad. Y el ex precandidato presidencial uribista restante y hoy presidente, Iván Duque, no dice ni mu. Tal vez piensa para sus adentros: de qué me hablas, viejo.
El jefe de todos ellos, el expresidente Álvaro Uribe, interviene en su tono más monaguillesco: “Elevo a Dios una oración…”.
En resumen: a todos los uribistas la muerte de Dilan Cruz por arma no letal, como la llaman, les parece bien. Para usar la definición que daba hace unos meses el propio Uribe, se trata de “una masacre con criterio social”. Se la merecía, aunque la pena de muerte no exista legalmente en Colombia. Para que aprenda. Bueno, él ya no. Pero sí sus amigos que protestan.
¿Aprender qué? Que la autoridad no puede ser desafiada, porque responde con violencia. Y la culpa es del muerto. La autoridad “está constituida para eso”, dice la ministra del Interior, Nancy Patricia Gutiérrez. Y si lo que hace el presidente Duque no es otra cosa que, como ha repetido veinte veces, poner en marcha el programa para el que fue elegido, pues que se aguanten. Si para que se aguanten es necesario dar palo, se da palo. Si hay que usar armas “no letales” o bombardear niños, pues se hace. Para eso Duque fue elegido presidente –aunque por una minoría de los votantes potenciales, tal vez una cuarta parte: 10.500.000 votos sobre un total potencial de 37 millones, y solo la mitad (54 por ciento) de los realmente expresados. De los cuales habría que restar los que no votaron por él, sino contra su rival, Petro.
Pero sucede que la precaria democracia colombiana tiene un único factor de medida, que son los votos; o, más exactamente, las mayorías aritméticas electorales. Otros, como el respeto por las minorías (así sean, sumadas, mayoritarias), o en general el respeto por los derechos, empezando por el derecho a la vida, no entran en línea de cuenta. Escribí yo en esta revista hace seis años un artículo titulado ‘Los conflictos de la paz’ (agosto de 2013), mientras estaban en curso las conversaciones de La Habana con las Farc que, cuando culminaron en el desmonte de la guerrilla, abrieron paso a la protesta sin armas por primera vez desde el año fatídico de 1948. Pues no la había, no había podido haberla, desde el surgimiento de las guerrillas liberales de los años cincuenta contra las dictaduras conservadoras, seguido por la aparición de las guerrillas marxistas de los sesenta bajo las excluyentes constricciones bipartidistas del Frente Nacional. Decía en esa columna que si lo que se buscaba era la pacificación del país, “no es sostenible el proyecto de tolerar una más amplia democracia política que la precaria que actualmente existe sin aceptar simultáneamente la existencia de una democracia económica y una democracia social”. Porque un país en paz “es un país plagado de conflictos sociales, económicos y laborales. Como cualquier país democrático”.