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Pablo Federico Przychodny JARAMILO Columna Semana

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La nación y sus símbolos

Los pueblos crecen alrededor de su historia y se hacen fuertes con sus símbolos. Colombia se está quedando sin ellos. La mejor manera de cambiar el futuro de un pueblo es destrozando su historia y ellos lo saben.

Brigadier general (r) Pablo Federico Przychodny Jaramillo
3 de julio de 2024

Desde el mismo momento en que las sociedades antiguas del mundo comenzaron a hacer su transición hacia el estado organizativo, que hemos llamado civilización, los símbolos ya jugaban un papel determinante en la forma en que ellas comenzaban a definirse, a construir su propia identidad. Muchos estudiosos de la antropología concuerdan en que la prehistoria termina cuando nace la escritura, dando paso a la historia y es cuando los pueblos comienzan a organizar sus estructuras tomando los símbolos como elementos aglutinantes que fortalecieron a lo largo del tiempo, la transmisión de los pensamientos y de los mensajes, tejiendo ese compendio de creencias, comportamientos éticos y morales que fueron aceptados y compartidos por todos sus miembros, hasta forjar su propia cultura.

La cultura de un país es tan amplia como lo sea la diversidad social que la conforma, lo que es un principio universal, pues todos los pueblos del mundo tienen en su seno variedad de orígenes y por ello la gran importancia que tiene la constitución de los símbolos nacionales, los cuales son elementos que los representan como un todo. Este es el verdadero sentido de la unidad nacional, cuando comunidades con diferentes orígenes culturales aceptan ser representadas por la misma bandera, el mismo escudo y un solo himno que recoja sus tradiciones y sus más profundos valores.

Los símbolos nacionales no se pueden considerar aislados del contexto histórico, pues en lo general, ellos compendian gran parte de la evolución de la nación; destacan aquellos hitos que la hicieron una, independiente y soberana, dando representatividad frente al concierto de las demás naciones del mundo, definiendo el país como tal con lo que la habilita para establecer vínculos con otros en lo político, económico, militar y en muchos aspectos más. Los símbolos como base de la cultura permiten que desde su reconocimiento individual se compartan sentimientos colectivos que hacen fuertes a las naciones y este concepto se hace palpable cuando ellas se enfrentan a situaciones que llama a la respuesta de sus asociados para que, como un todo, el evento sea superado.

Colombia, nuestra Colombia, tiene una bandera, un escudo y un himno, que la representa ante el mundo, y lo que es más importante, con los cuales todos nos sentimos identificados, pese a que somos una nación diversa. Nuestro país es una enorme colcha de retazos, con costuras muy débiles; culturalmente cada región está definida por una idiosincrasia específica, que marca enormes diferencias, y por ello los costeños del Caribe son diferentes a los del Pacífico, así como en el interior también los boyacenses, opitas, paisas, vallunos, muestran entre ellos diferencias, y ni se diga de los llaneros y los nariñenses. El panorama se hace más interesante en la medida que se registran cinco grupos étnicos y casi un centenar de pueblos indígenas, con 65 dialectos. Todos y cada uno exhibe con orgullo sus símbolos particulares. No obstante lo anterior, todos se han subordinado ante los de la nación.

Qué difícil es, en este panorama diverso, lograr el consenso como nación, más cuando tradicionalmente nos hemos movido dentro de una polarización, la cual ha venido evolucionando a lo largo de la historia, partiendo desde los realistas contra los patriotas, centralistas contra federalistas, liberales contra conservadores, insurgentes contra gobiernistas, la izquierda contra la derecha, y ahora, uribistas contra petristas. De manera particular me preocupa que en este gobierno, en el del cambio, se esté haciendo una peligrosa transición de la polarización, de lo político a lo social, lo que nos llevaría a un escenario que haría del sueño de la gran unidad nacional como algo imposible de lograr.

El discurso disociativo del mandatario de los colombianos, el mismo que ha tenido desde su época de senador, está enfrentando a los que no tienen contra los que tienen, a los que no trabajan contra los que producen; ha venido criminalizando en cada plaza pública a los empresarios y a los periodistas en virtud de sus oficios, en contraste con las concesiones y el privilegio para delincuentes, en detrimento de los colombianos honestos y trabajadores. El presidente está fracturando al país de manera tal, que en un futuro obligará a adoptar muchas medidas impopulares por parte del gobierno, el que sea, para tratar de recomponer los enormes destrozos causados a ese tejido social del cual siempre ellos hablan.

La palabra viene acompañada de muchos símbolos con los que, y con una evidente intención, quieren imponer una nueva narrativa de país, enalteciendo hechos que llenaron de terror y de dolor a la nación, exhibiendo prendas y elementos asociados con personajes que fueron autores y protagonistas de esos tristes capítulos de la historia, como si fuera parte de la redención del pueblo, mientras, por otro lado, se criminalizan aspectos que fueron en su momento motivo de orgullo nacional.

El mismo día de su posesión como presidente, interrumpió la ceremonia, ordenó traer la espada de Bolívar, la misma que fuera hurtada de manera violenta de la Quinta donde reposaba, para exhibirla como símbolo del éxito material de su lucha, minimizando la acción criminal con la que privó a los colombianos de ella por muchos años.

Todos fuimos testigos inermes de la forma en que se destruyó el magnífico Monumento a los Héroes en la capital de la República; hoy el imponente Bolívar, que lo custodiaba, se llena de telarañas en una bodega, sin esperanza de que vuelva a la luz. Hace tan solo unos días, la estatua de César Rincón fue derribada en medio de una manifestación populista, con el mismo odio que derribaron a los reyes católicos en Bogotá, a Sebastián de Belalcázar en Cali y a muchas imágenes de personajes históricos en varias ciudades del país. La mayoría de los monumentos públicos hoy están destrozados, llenos de garabatos, mientras el mandatario nacional busca la manera de elevar a monumento de interés cultural una estructura que se levantó durante la tragedia de Cali, cuando la ciudad –en medio del terror y de la destrucción– fue confinada por casi 60 días. Las grandes ciudades ven cómo sus paredes se llenan de murales contando una historia que no es la de un pueblo, sino la de unos cuantos.

Los pueblos crecen alrededor de su historia y se hacen fuertes con sus símbolos. Colombia se está quedando sin ellos. La mejor manera de cambiar el futuro de un pueblo es destrozando su historia y ellos lo saben. Nuestro pabellón nacional pasa a un segundo plano, pues el del M-19, al sentir del gobierno, parece representar más; en la fachada del Palacio de Nariño, el tricolor cedió su importancia a la bandera de la comunidad LGBTQI+.

La izada a la bandera en escuelas es cosa del pasado, y en esas mismas aulas se les enseña a los niños una historia diferente, cumpliendo con un concepto que he llamado “adoctrinamiento curricular”, en que el pensamiento crítico sucumbe ante la narrativa amañada de los profesores de Fecode. Por su parte, la Justicia Especial para la Paz y la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad han venido haciendo su trabajo en ese sentido: están construyendo una historia en la que los defensores de la nación se están convirtiendo en verdugos, mientras a terroristas los convierten en los héroes que se pasean de universidad en universidad, contando su historia sin que nadie los controvierta.

La Copa América, hoy, es un respiro para el sentir nacional. Cuando la Selección juega es irrelevante ser de derecha o de izquierda, si se es uribista o petrista, costeño o paisa, rico o pobre; todos los colombianos nos unimos en un solo sentimiento por esos 11 jugadores que se la juegan en la cancha. El que se gane un partido no da subsidios, no asigna tierras, no mejora la salud ni la educación y no llena las arcas del Estado, pero cada gol logra que nos abracemos con alegría, sin importar diferencias de ningún tipo, pues nos unimos bajo el amparo de un solo símbolo, de ese amarillo, azul y rojo que tienen enormes significados y que definen el tricolor nacional que nos arropa a todos.

¿Cómo lograr que podamos vivir y sentir que todos somos colombianos sin la Selección? En este gobierno no creo; mientras se quiera imponer elementos asociados al terror, al odio y al crimen como símbolos, dentro de una narrativa que menoscaba a lo que nos representa como una sola nación, las distancias entre los colombianos serán mayores y el tan cacareado acuerdo nacional será en realidad un imposible.

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