La paz imposible

Víctor de Currea-Lugo explica por qué y a pesar de la oleada de ingenuo optimismo para hallar una solución pacífica al conflicto, la paz en esa región del mundo es una quimera

Semana
18 de agosto de 2007

El conflicto palestino sufre, otra vez, una oleada de ingenuo optimismo; los medios de comunicación hablan de la solución como algo inminente, pero a tal aparente certeza se oponen dos cosas: la agenda real del conflicto y el liderazgo de las partes.

No hay que ser experto para saber que todo conflicto tiene causas externas e internas, contingencias y agendas ocultas y, por supuesto, causas de fondo. En el conflicto entre israelíes y palestinos hay demasiados mitos, a pesar de los cuales hay consenso sobre los elementos centrales de la agenda, que son tres: el territorio (la ocupación israelí, los asentamientos judíos en territorio palestino y la definición de fronteras), los refugiados palestinos y el control de Jerusalén. Sin negar la trascendencia de otros elementos (el terrorismo, la situación humanitaria, la demolición de casas y hasta el muro) éstos son consecuencias, no causas.

Lo primero es la agenda real del conflicto y las dificultades de abordarla. El fin de la ocupación, de más de 40 años, es necesaria pero no suficiente para el fin del conflicto, es más, es difícil hablar del fin de la ocupación cuando los colonos que viven en los ilegales asentamientos judíos (mal contados uno de cada 10 israelíes, un poco menos de medio millón) consideran que Cisjordania (para ellos Judea y Samaria) es parte innegociable del Estado de Israel. Es imposible hablar de un fin próximo de la ocupación cuando el ilegal muro sigue siendo construido por Israel reduciendo Palestina a cuatro guetos, y cuando las operaciones militares tanto en Gaza como en Cisjordania son sencillamente cotidianas.

El tema de los refugiados parece más problemático en los debates que en la realidad; un tercio de los refugiados del mundo son palestinos, pero de esos ocho millones, aproximadamente, realmente muy pocos quieren regresar, quieren es que se les reconozca su condición y que Israel asuma su responsabilidad de causar la expulsión masiva de miles de palestinos, tanto en 1948 como en 1967.

Jerusalén, hoy en día jurídicamente bajo un estatuto especial internacional, es la ciudad que ambos pueblos reclaman como capital, aunque es cierto que no hay embajadas allí sino consulados (las embajadas están en Tel Aviv) también es cierto que Israel sigue de facto anexando calle a calle la ciudad, mediante una política racista de crecimiento urbano y, en los últimos años, mediante el muro del Apartheid, tal como lo recalcó la Corte Internacional de Justicia.

Lo segundo son los líderes, ninguno de los dos, ni Olmert ni Abu Mazen, tiene la altura política necesaria. Olmert, el actual Primer Ministro israelí, no tiene la voluntad ni la honestidad para resolver el conflicto de manera justa y duradera. Olmert no es Sharon quien, a pesar de ser un fanático criminal de guerra anti-palestino, fue capaz de evacuar más de 7.000 colonos de Gaza (en todo caso, no por razones de paz sino estratégicas). Olmert no tiene apoyo político, está en su peor momento, perdió la guerra contra Hezbollah y no ha sido capaz de resolver la crisis creciente del Estado social en Israel; cualquier paso que dé para mover colonos de Cisjordania estaría, hoy por hoy, llamado al fracaso. Tampoco Olmert negociaría nada de Jerusalén, como alcalde de la ciudad fue leal al sueño de Jerusalén como capital del Estado judío. Y desde sus primeros días de Primer Ministro ha planteado la necesidad de que Israel defina fronteras de manera unilateral.

En el otro lado la situación no está mejor, Abu Mazen, el presidente palestino, fue el negociador de los Acuerdos de Oslo, unos acuerdos que no solo violan el derecho internacional sino que son una clara traición a los palestinos; Abu Mazen está desprestigiado ante su propio pueblo y lo mantienen las redes clientelares. No ha dudado en apoyarse en Estado Unidos y en el propio Israel para combatir a su rival político: Hamas. Esto y su política general le hacen mucho más cercano a un gobierno colaboracionista tipo Vichy que a un gobierno pro-palestino.

Mucho se dice, tanto desde la ignorancia del conflicto como desde el cansancio de 40 años de ocupación: que ya nadie habla del gran Israel, que una cosa es la sociedad israelí y otra su gobierno, que el problema real es Hamas, que el muro es una medida provisional, que Arafat tiene la culpa por rechazar anteriores propuesta de paz, y un largo etcétera.

Pero lo cierto es que el balón está en el lado israelí (si es que alguna vez no lo ha estado): el nivel de racismo israelí contra los árabes es innegable; un muro de casi cuatro millones de dólares por kilómetro (y ocho metros de alto y más de 700 kilómetros de largo) dista mucho de ser una medida “provisional”; la ocupación y los planes del muro y los asentamientos fueron políticas israelíes desde mucho antes de que fuera creado Hamas.

Ni Estados Unidos ni la Unión Europea parecen estar interesados en la solución definitiva del conflicto sino a que la cosa no vaya a peor, a que la cosa se mantenga “a fuego lento”, lo que beneficia la política expansionista de Israel en Jerusalén y en Cisjordania. La recién millonaria inversión de los Estados Unidos en armamento resulta paradójica con su propuesta de una conferencia de paz; el nuevo trabajo de Tony Blair como delegado del Cuarteto (la ONU, la Unión Europea, Rusia y los Estados Unidos) parece centrarse, de nuevo, en las consecuencias del conflicto y no en las causas.

¿Y la llamada sociedad civil? Uno de los mayores esfuerzos, además de propuesta para la solución del conflicto, fue el “Acuerdo de Ginebra”, hecho por intelectuales de ambos lados, traducido al árabe y al hebreo, del que se distribuyeron cientos de miles de copias, pero que fue flor de un día, precisamente porque no tuvo eco en el poder ocupante y porque el interés de la llamada sociedad civil de Israel en la ocupación es mínimo, hace poco estaba apenas en el octavo lugar de sus preocupaciones. ¿Y la comunidad árabe? Pues si hablamos de Egipto, de Arabia Saudí y de los otros países aliados de Estados Unidos en la región, es poco probable que se enfrenten a los intereses de Estados Unidos que reflejan, a la larga, los propios intereses de Israel.

El ingenuo optimismo de estos días recuerda la oleada de lo mismo por las negociaciones de Madrid, por los Acuerdos de Oslo, por la Hoja de Ruta para la Paz. Pero mientras los dos líderes con liderazgos cuestionados (por más que se reúnan) no aborden las causas reales del conflicto sino las arandelas, la espuma será solo eso: otra ola de ingenuo optimismo que acompaña crónicamente la falta de paz en Palestina.

*PhD. Investigador del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria, IECAH (Madrid).

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