OPINIÓN

La resistencia de Petro

Petro tiende a la exageración desvergonzada, la misma que hace cuatro años usaban mentirosamente Uribe y Duque.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
11 de julio de 2020

En las causas que alega para impulsar lo que llama “resistencia civil”, Gustavo Petro tiene razón: este Gobierno es inepto y dañino, y es justo y saludable enfrentarlo con todas las armas políticas pacíficas de la democracia. Lo cual es cierto también de todos los gobiernos que ha tenido este país en toda su historia, desde la Conquista: todos, con excepciones de política puntual –la liberación de los esclavos, los fallidos conatos de reforma agraria, las tentativas a veces exitosas de paz– han sido ineptos y dañinos, y todos merecían ser castigados por la ciudadanía con medios como la resistencia civil. Que por otra parte no consiste, como propone Petro, en no pagar los servicios que el Estado sí presta o en general más o menos garantiza –el agua potable, la luz eléctrica–, sino en no pagar los que no presta, pero sí cobra, empezando por la seguridad y la justicia.

Pero no tiene razón Petro cuando dice que además este Gobierno es ilegítimo. No es cierto, como asegura, que su partido “Colombia Humana” –es decir, él mismo– haya ganado las elecciones presidenciales hace dos años. Ni siquiera es cierto que esa misma llamada pretenciosamente “Colombia Humana” hubiera tenido ocho millones de votos, como los que la favorecieron en la segunda vuelta electoral. Tuvo los cuatro millones de la primera, y otros cuatro de la suma de los antiduquistas –es decir, antiuribistas– entre los que yo mismo me conté. Como muchos, yo voté por Gustavo Petro en esa segunda vuelta porque, pese a mi desagrado por su persona y mi temor por un posible caótico gobierno suyo, me parecía una amenaza aún peor la victoria de Iván Duque, el candidato “que dijo Uribe”. Una amenaza que estamos padeciendo hoy, desde la ciega estupidez de la política exterior y las imbecilidades frente a la pandemia del coronavirus hasta las arbitrariedades del fiscal general de bolsillo Francisco Barbosa, y las del propio presidente Duque con sus superpoderes de emergencia. Y, por supuesto, contando la incontrolada arrogancia asesina de la extrema derecha rural. Sí, sin duda hubo algún grado de fraude en esas elecciones, como lo ha habido en todas las que se realizan en Colombia, y sin duda hubo también compra de votos. Pero también por parte de la campaña de Petro: en algo se debieron de gastar los talegos de dinero en rama que, entre risotadas, recibió Petro de parte del arquitecto Simón Vélez. En Colombia, desde hace muchos años, las elecciones se ganan, o se pierden, con plata, y por la plata.

Petro dice ahora que la plata que compró las de Duque vino de los traquetos de la droga: de “una federación de traquetos contra Petro y la Colombia Humana”, que según él son los únicos “decentes” del país. Que Duque es presidente por el narcotráfico y por la contribución del narcotraficante Memo Fantasma a su vicepresidenta Marta Lucía Ramírez, hermana de un narcotraficante y socia del jefe de la banda La Terraza, Don Berna, cuando la Operación Orión en las comunas de Medellín, siendo ella entonces ministra de Defensa del entonces presidente Álvaro Uribe. No es verdad.

Sí, yo lo vengo escribiendo desde cuando Petro era un niño: el narcotráfico manda en Colombia, como era previsible desde que se convirtió en el único negocio rentable de este país. Pero Petro exagera. No existe aquí lo que él llama “la extrema derecha nazi” (todo lo que no es petrismo). Ni el “gattopardismo”, del cual habla sin saber en qué consiste: cree que es el mismo fascismo mussoliniano, sin que nadie le haya explicado que eso de que se necesita “que todo cambie para que todo siga igual” se refiere a una frase inventada por un novelista sobre un período 50 años anterior a la Italia de Mussolini. Gustavo Petro tiende, en su retórica campanuda, a la exageración desvergonzada. La misma que hace cuatro años usaban mentirosamente el expresidente Álvaro Uribe y el futuro presidente Iván Duque para promover el “no” en el plebiscito sobre la paz de Santos, llamando –ellos también– a la “resistencia civil” que hoy condenan porque se quiere ejercer contra ellos. Y la llaman ahora “apología del delito” predicada por “estafetas del neochavismo” que quieren “sembrar el caos” para acceder al poder (Duque). O bien (su jefe Uribe) “agitación prechavista con fines electorales”. Como si todo no tuviera fines electorales en Colombia.

NOTA: A propósito de los asesinatos de la extrema derecha rural, atribuidos por este Gobierno a líos de faldas, robo de ropa colgada a secar o discrepancias entre narcotraficantes, hay que aplaudir la carta que 94 legisladores norteamericanos –un tercio de la Cámara de Representantes– le envían al secretario de Estado Mike Pompeo para que le pida –o le ordene– a Iván Duque que ponga coto a la impune matanza incesante de líderes sociales en los campos de Colombia.

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