Opinión
La ruta de las Clap
La reforma agraria es tan rentable políticamente que siempre vuelve. Cada cierto tiempo resucita.
Desde 1936 Colombia ha sucumbido a la búsqueda incesante de un mito. El mito consiste en una falsa premisa romántica y justicialista según la cual huestes infinitas de pobres y humildes campesinos serán redimidos por cuenta de un socialismo utópico a través de la satisfacción de la añorada propiedad de parcelas rurales.
El Partido Liberal colombiano encontró en la reforma agraria un caballo de batalla ideológico poderoso. Con él conquistó la legitimidad social y, supuestamente, el alma del campesinado colombiano. En realidad, acercándonos a los noventa años de procesos de reforma agraria, en el marco constitucional de la función social de la propiedad, no hay mayor cosa para mostrar como resultado de esta siempre beligerante y justicialista obsesión.
Pero me equivoco. Sí hay mucho que mostrar, pero nada bueno. Desde los desastres del Incora, casi siempre materializados en corruptelas, incorizaciones fracasadas, mucha burocracia, mucha tierra adjudicada y abandonada o revendida, mucho estudio, mucha promesa y de nuevo más corruptelas, queda poco positivo de estos 90 años de reforma agraria.
Pero la reforma agraria es tan rentable políticamente que siempre vuelve. Cada cierto tiempo resucita. Alegan que se hizo mal, que ahora este Gobierno sí la va a hacer bien y, como siempre, aparecen los políticos que se apropian del supuesto malestar y descontento agrario, como el señor Vega, hoy en la Agencia Nacional de Tierras, y que durante décadas construyó su poder político y económico propiciando invasiones en el Urabá antioqueño y otros lugares de Colombia, siempre en tierras muy fértiles y razonablemente explotadas. Nunca en las abandonadas.
Y vuelve a la carga siempre el mito de la reforma agraria. Siempre indispensable. Siempre utópica. Promovida con el telón de fondo de la manipulación y la violencia. No solo por la invasión de los predios, sino por la construcción del imaginario de victimización rural. Ya por la inexistencia de predios para el pobre campesino, ya por la extrapolación de los fenómenos de desplazamiento violento.
La institucionalidad agropecuaria de la reforma agraria nada hizo para prevenir los desplazamientos, ni las consolidaciones de propiedad rural en manos de los narcos, ni la tenencia especulativa y como reserva patrimonial de muchas tierras de calidad en el país.
Tampoco sirvió para llevar al campo colombiano a un nivel de competitividad que le permitiese mantener un lugar principal en la canasta exportadora del país. En los últimos años, algunos de los productos novedosos en el sector agropecuario colombiano han logrado aumentos interesantes en su participación dentro de la canasta exportadora. Pero esos logros en banano, aguacate, limón Tahití, gulupa, flores y frutas exóticas los ha logrado el sector privado sin apoyo del sector institucional y, en cambio, sufriendo las deficiencias de la infraestructura y los bienes públicos del país en seguridad, vías, distritos de riego y capacidades de desarrollo tecnológico.
El éxito cafetero del minifundio ligado a las cooperativas cafeteras apoyadas por la Federación de Cafeteros, poco o nada le debe a la institucionalidad pública agropecuaria del país. Los avances en productividad pecuaria tampoco se explican como aportes de la institucionalidad del ministerio Agricultura, ni derivan de los esfuerzos de reforma agraria. Son logros alcanzados, en medio de la violencia, de la inseguridad jurídica, de la falta de estímulos adecuados para campesinos y propietarios rurales convencidos de sus esquemas de negocio o de sus sueños productivos.
Las mejoras en productividad que surgen de productos agropecuarios al país y que han aumentado significativamente la oferta y consumo de proteína animal de los colombianos, que generan eventuales escenarios exportables y que contribuyen, junto con la oferta importada, a la mejora de la calidad de vida de la mayoría de los colombianos, de nuevo se ha hecho de espaldas a la burocracia agraria del país.
La institucionalidad agraria del país ha sido un botín burocrático y clientelista marcado por la corrupción constante y la ineficacia total. Esa misma institucionalidad, hoy en manos del pacto histórico, acude nuevamente a agitar las banderas de la reforma agraria con el matiz siniestro de la incitación a la violencia y a la perturbación de la propiedad privada en todo el país, no ya por organizaciones subversivas, sino por el Estado mismo y con los recursos públicos como combustible de una nueva sublevación agropecuaria. Esta sublevación no existe, pero se piensa construir a punta de convocatorias de las diferentes entidades estatales vinculadas a la cuestión agraria y desde el DAPRE con el fin de crear una red de huestes de alquiler que ilustren las fotos de las expropiaciones por venir en los predios más productivos del sector agropecuario nacional.
Las expropiaciones enmarcadas en el plan nacional de desarrollo de Gustavo Petro, serán arbitrarias y anti técnicas y estarán marcadas por la espectacularidad que reclama la galería petrista como prenda de garantía de la legitimidad socialista de este gobierno.
El efecto será devastador. Después de la pandemia, el campo colombiano ha sufrido, como todos los productores del mundo, la inflación de muchos de los insumos agravada por el conflicto en Ucrania y la incertidumbre en relación con los precios del petróleo.
Una ola de expropiaciones de explotaciones productivas va a producir el efecto ya vivido hace más de una década en Venezuela. Allí, en vida del coronel Chávez, se inició una ola dramática de expropiaciones de haciendas productivas, llevando al país a la dependencia total de las importaciones para efectos de atender el consumo interno de alimentos. La escasez inducida por el mito de la reforma agraria en Venezuela, dio pie a la creación de las famosas cajas Clap, aquella perversión en la cual el socialismo Tropical, imitando las más rancias costumbres del comunismo soviético, se encarga de mal alimentar con raciones provistas por el Estado a las capas más humildes de la población. Y se necesitan estas cajas por la ausencia de oferta agropecuaria nacional porque Chávez destruyó la capacidad productora del campo venezolano.
Y todos aquí en Colombia lo sabemos. Sabemos que este empeño de reforma agraria de Gustavo Petro, llevará al empobrecimiento de los campesinos y los más humildes en Colombia. Nadie se atreve a cuestionar la iniciativa de reforma agraria, por cuanto sería un suicidio político para la política tradicional. A pesar de sus fracasos demostrados en la falta de productividad agropecuaria del país, se mantiene el mito de la necesidad de la reforma en las mentes de quienes en la centroizquierda colombiana prefieren la mentira y la bandera, siempre lucrativa políticamente, a la evaluación concreta del fracaso de la reforma agraria.
Y cuando Petro dice que la reforma la hace porque la hace y las expropiaciones, que había prometido en piedra no hacer, empiecen, el país se quedará quieto. La reforma agraria es intocable. Al costo que sea, desconociendo los derechos de quien sea, con la violencia que se requiera para incluso llegar al paroxismo de la respuesta armada de los propietarios actuales de los predios expropiados.
El empeño petrista tiene dos grandes objetivos. Generar la reacción ante la acción arbitraria del Estado y las ocupaciones que amenaza con promover, y que ya en la práctica promueven en muchos departamentos del país, y con ello encontrar o construir el fenómeno paramilitar que le vendría Petro como anillo al dedo para justificar el propósito de construir sus milicias a través de las guardias indígenas y campesinas, la cooptación de la defensa civil y la institucionalización de la primera línea mediante jóvenes de paz. El desbordamiento de la violencia permitirá a Petro también no solo declarar las emergencias y regímenes de excepción, sino justificar, como lo hemos denunciado en varias oportunidades, la necesidad de una Asamblea Nacional Constituyente que lo entronice en el poder a perpetuidad.
El otro gran objetivo, sin lugar a dudas, es pauperizar la producción agropecuaria colombiana. Con ello se generará el espacio para la compra centralizada de alimentos y la entrega directa por parte del Estado a las clases menos favorecidas. La Clap es un emblema. No es calidad de vida. Es un signo de sometimiento, sojuzgamiento e indignidad del pueblo. Y claro, es una herramienta de corrupción también: la herramienta de la corrupción de la cual han comido incluso miembros ilustres de la izquierda colombiana como Piedad Córdoba y el funesto señor Saab.