Opinión
La silla vacía
‘La Silla’ extiende su mano para pedirnos ayuda. La merece.
La existencia de una prensa libre y responsable es un bien público de enorme importancia. Le corresponde nada menos que realizar, con sólidos fundamentos, la crítica del poder, en todos los ámbitos en que se manifiesta. Comenzando, como es obvio, por quienes se mueven en el ámbito de la política.
Por este motivo, no conviene que el Gobierno, como lo hace el actual y lo hizo (¡vaya coincidencia!) el dictador Rojas, tenga medios de comunicación o los controle por medios indirectos. No es legítimo, menos aún honorable, que tenga esbirros contratados con fondos públicos que cada día insultan y tergiversan a sus adversarios a través de las redes sociales. Estamos, más que nunca, en el sórdido mundo de la posverdad.
Debería bastar con que las autoridades divulguen sus decisiones en los boletines jurídicos oficiales. Para justificarlas y defenderlas, lo normal —lo democrático— es que se acuda al Parlamento y a los medios de comunicación. Esto último, fundamentalmente, en ruedas de prensa abiertas a todos los medios, y no con exclusividad para el periodista amigo que no hace preguntas incómodas.
Deplorables son los largos monólogos que emplea Petro para agraviar a quienes piensan distinto, y sus insultos recurrentes a los periodistas —especialmente hacia mujeres— que no le gustan: al buscar, en vano, intimidarlas, pone en riesgo sus vidas.
Tendencias
En circunstancias excepcionales se justifican las “alocuciones presidenciales”, las cuales implican que el presidente goza del privilegio de obligar a los medios privados de televisión a que las transmita, un mecanismo que monopoliza el debate. El actual inquilino de la Casa de Nariño abusa de esa potestad de dos maneras. Elude, mediante subterfugios legales, el derecho de réplica a la oposición, y usa esa prerrogativa para desplegar su pugnaz agenda partidista. Insinúa, como si lo anterior no fuera ya escandaloso, que los comunicadores que trabajan en empresas periodísticas son meros súbditos de los propietarios. Una infamia absoluta.
En suma: el gobierno actual constituye una amenaza clara y persistente contra la libertad de prensa, que es —nada menos— el aire en el que respira la democracia.
Naturalmente, los actores de la sociedad civil, en especial los empresarios, deben ser, igualmente, sujetos de escrutinio riguroso por la prensa. Las decisiones que adoptan pueden tener implicaciones importantes sobre la competencia, el medio ambiente y el abastecimiento de bienes y servicios esenciales. Su tendencia habitual es hacia el sigilo y el bajo perfil, posturas justificables en asuntos tales como los factores que sustentan sus ventajas competitivas, pero no en aquellos en los que el bien común está de por medio.
Desde mi incipiente ancianidad (tranquilos: no es grave y tiene una cura inexorable) miro hacia atrás y rememoro un mundo en los que los periódicos impresos eran propiedad de políticos doblados de periodistas. Muchos lo hacían con rigor intelectual, pero desde una perspectiva comprometida con banderas partidistas. Eduardo y Enrique Santos, Alberto Lleras, Laureano Gómez, son notables ejemplos. No era ese un mundo ideal; el sectarismo ideológico era recurrente. Han sido sustituidos paulatinamente por conglomerados empresariales, los cuales, por esa condición, tienen intereses económicos cuya prosperidad puede depender de políticas del Estado. No era perfecto el pasado.
Tampoco lo es el presente. En términos generales, los medios proveen información objetiva, albergan columnistas de diversas tendencias y revelan, al tratar determinados temas, sus conflictos de interés cuando son nítidos. No obstante, omiten temas que no les convienen, los tratan de manera superficial o desde una cierta perspectiva. Esto último es inevitable: los matices del gris son infinitos. Las murallas chinas que deberían existir entre la junta directiva y el consejo editorial o el director no existen o son endebles.
Que las empresas periodísticas sean propiedad colectiva de quienes en ellas publican es atractiva, pero poco ha prosperado en el mundo. The Economist, que tanto admiro, es paradigma de independencia. No obstante, cuando se mira su composición accionaria aparecen vulnerabilidades potenciales. Acabamos de ver cómo el dueño de Amazon, que controla The Washington Post, le ha ordenado abstenerse de tomar posición sobre el reciente debate electoral en Estados Unidos. Lo hizo para cuidar intereses económicos concretos. No le importó arrasar con la imagen de un órgano de expresión que ha sido baluarte de la libertad de prensa. Muchos lectores, en señal de protesta, han cancelado sus suscripciones.
La Silla Vacía es un medio insular en Colombia. Lo es, primero, por la calidad de sus productos, que es francamente admirable: sus investigaciones, columnas y ensayos sobre la realidad social y el quehacer político de nuestro país son de excelente calidad. Y segundo, por sus fuentes financieras. No recibe pauta publicitaria, no tiene detrás inversionistas que busquen un beneficio económico y es de libre acceso. Como organización sin ánimo de lucro, depende exclusivamente de sus usuarios y de algunos patrocinadores que nada reciben a cambio, salvo la gratificación moral de respaldar una buena causa. Por eso tiene que acudir con regularidad a quienes valoramos lo que hace para pedirnos apoyo económico.
Nos dice Juanita León, su directora: “Pero nuestro mayor orgullo es la certeza de que el periodismo que hacemos ayuda a nuestros lectores a entender mejor el país en el que vivimos; de que apostarle a la comprensión en vez de la indignación y la polarización contribuye a evitar el fanatismo; y que gracias a que somos fieles a nuestro lema de contar todo lo que sabemos y saber todo lo que contamos, La Silla es consultada y a veces querida y a veces odiada en igual medida, tanto por la derecha como por la izquierda”.
Estos son argumentos poderosos para apoyar a La Silla. Yo añado otro. Dada su independencia financiera e intelectual, está excepcionalmente dotada para criticar a sus propios colegas y a las opacas redes sociales.
Briznas poéticas. Desde el siglo I a. C. el gran poeta romano Horacio nos dice: “No indagues… Qué fin reservan los dioses a tu vida y la mía. Mejor será que te resignes a los decretos del hado… Sé prudente, bebe buen vino, y reduce las largas esperanzas al espacio breve de la existencia… Aprovecha el día, no confíes en el mañana”.