OPINIÓN

La tentación totalitaria

Ni siquiera le creemos al presidente Iván Duque cuando nos dice por la televisión, dándose palmotadas en el pecho, que “desde acá, desde el alma”, desea que Dios nos bendiga.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
28 de marzo de 2020

Todo el que puede da instrucciones sobre lo que hay que hacer frente a la pandemia del coronavirus. Todo el que puede: no solo los gobernantes, cuyo oficio es ese, sino todos los que tienen acceso a los medios de comunicación, y los que –infinitamente más numerosos– se expresan o se desfogan por las redes sociales. Y se las da a todos aquellos a quienes puede dárselas: a los parientes, a los amigos, a los vecinos, a los lectores, a los oyentes. Y sobre todo a los gobiernos.

Los cuales, en opinión de todos los que opinan, no hacen lo que deben. Hagan lo que hagan. Ni los que cierran sus países, ni los que los abren, ni los que dicen que están en guerra, ni los que aseguran que esto pasará para el domingo de Pascua, ni los que cambian de una opinión a la otra o de la otra a la una. (También los que dan consejos desde su casa por periódico o por Twitter cambian constantemente de opinión).

Acosados por el virus y por los críticos, en medio del desorden y de la confusión, los gobiernos del mundo solo coinciden en un punto: todos ellos reclaman o se otorgan poderes extraordinarios de emergencia. Aquí en Colombia lo vemos, como en caricatura, en la rebatiña de alcaldes y gobernadores con el Gobierno central por ver cuál acumula más poderes –y maneras– dictatoriales. Cuál manda más.

Pero sucede que en esos gobiernos cada vez más ávidos de poder sus súbditos tienen cada vez menos confianza. Y así lo muestra precisamente el hecho de que tantos ciudadanos particulares se hayan convertido en expertos epidemiólogos en sus columnas de prensa o en sus trinos electrónicos: se creen más los unos a los otros que lo que creen en sus gobiernos. Eso se nota poco en los que son resueltamente dictatoriales, que no lo dejan saber –como el de la China, o el de Corea del Norte, que ni siquiera ha comunicado ni hacia adentro ni hacia fuera que haya tenido un solo caso de contagio–; pero sí se nota mucho en los gobiernos democráticos que permiten todavía la prensa libre, la oposición política y las encuestas de opinión. Por ejemplo, en los Estados Unidos la mitad de los medios de comunicación y la mitad del Congreso ponen en guardia a diario contra las mentiras del presidente Donald Trump, en el Reino Unido los laboristas declaran que no pueden tener confianza en la palabra del primer ministro tory Boris Johnson, en España disminuye día a día el nivel de la credulidad ciudadana en el reciente gobierno conjunto de los socialistas y “Podemos”. Aquí, no digamos. 

Ni siquiera le creemos al presidente Iván Duque cuando nos dice por la televisión, dándose palmotadas en el pecho, que “desde acá, desde el alma”, desea que Dios nos bendiga.

Esa generalizada desconfianza en los gobiernos es, por una parte, mala en cuanto al combate inmediato contra el coronavirus, que necesita una disciplina casi militar. Y por eso ha tenido éxito –o así parece cuando esto escribo– en la China, de donde partió el virus. Pero en donde según nos dicen ha sido sofocado gracias a un control severísimo de todos los chinos por parte de las autoridades con ayuda de cámaras ocultas, escuchas telefónicas, abstrusos algoritmos y antiquísima vigilancia de espías y de soplones de carne y hueso: toda la panoplia del Gran Hermano.

Pero la desconfianza es buena, y es esperanzadora, referida al futuro que vendrá cuando pase la peste, que acabará pasando (aunque tendrá tremendas consecuencias económicas y etc. y etc.). Pues tal vez lo más grave que puede suceder en tiempos de crisis es que los pueblos tengan confianza ciega en sus jefes. Es lo que sucedió en los años treinta del siglo pasado, con el fascismo y el nazismo y el comunismo soviético: el Duce que “tenía siempre razón”, el Führer infalible, el padrecito Stalin. Y tras ellos, sus partidos militarizados respectivos. Eso llevó al mundo a la catástrofe.

A los israelitas del Éxodo bíblico atravesar el desierto del Sinaí les tomó 40 años, cuando es una caminata que puede hacerse en un par de semanas si se tiene una brújula. Pero es que no tenían una brújula, sino un líder que hablaba con Dios.

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