OPINIÓN

La verdad y la paz

¿Por qué iban a cumplirse los reglamentos de la guerrilla? No se cumple tampoco la Constitución, que dice, fatuamente, absurdamente, y sobre todo vanamente, que “la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”

Antonio Caballero, Antonio Caballero
1 de agosto de 2020

A sus muchas vergüenzas históricas, el partido salido de las disueltas guerrillas Farc está añadiendo una más: la negativa a reconocer que en el curso de su guerra reclutaron forzosamente niños y niñas.

Sí, la participación de los niños en las guerras civiles colombianas se remonta, por lo menos, a la de la Independencia: el niño de 12 años Pedro Pascasio Martínez, que tiene un monumento del Ejército Nacional en el Puente de Boyacá, es considerado un héroe de la patria por haber capturado al jefe de las tropas españolas en esa famosa batalla. Y es cierto que en el campo colombiano los niños maduran pronto, tanto para el trabajo como para, cuando es el caso, la guerra.

También es cierto que tradicionalmente en esas guerras civiles la mayoría de los soldados, de bando y bando, eran llevados a la fuerza, amarrados, a alistarse en los ejércitos. Y es igualmente cierto que el modo de reclutamiento oficial del Ejército Nacional aún hoy en día no es precisamente voluntario: el servicio militar es obligatorio (independientemente de que sea legal). Salvo, claro está, para quienes pueden comprar su exención. Los niños ricos.

Pero ¿por qué no aceptan los exjefes de las Farc esa culpa de su pasado? Ya aceptaron la responsabilidad de la guerra, y la suciedad de la guerra: sus masacres, sus secuestros, sus ataques terroristas, su financiación narca; y su senadora Victoria Sandino acaba de reconocer también la existencia de violaciones a las muchachas de la guerrilla por parte de “hombres machistas, patriarcales también”; y ya están siendo perdonados o juzgados por ello bajo la benignidad de la JEP, Jurisdicción Especial para la Paz. ¿Por qué se empeñan entonces en negar el reclutamiento de niños y niñas?

Es evidente, y ellos mismos lo han dicho, que una paz duradera solo puede fundarse sobre el establecimiento de la verdad respecto a lo que ha sucedido en estos 50 años de conflicto. Acaba de publicar el veterano mediador de paz con las guerrillas Álvaro Leyva un comunicado en el que informa sobre una conversación telefónica entre el desmovilizado excomandante de las Farc Timochenko y el excomandante narcoparamilitar Salvatore Mancuso, que terminó de pagar condena por narcotráfico en los Estados Unidos y está siendo juzgado –o no– por numerosas masacres y asesinatos en Colombia. Dice Leyva que los dos antiguos enemigos, en una charla cordial, “convinieron en que es necesario aportar la verdad para satisfacción y justicia de las víctimas y para que el país conozca cabalmente lo ocurrido durante décadas de violencia y conflicto interno”.

Pero casi a la vez salen el mismo Timochenko, hoy presidente del partido Farc, y Sandra Ramírez, viuda del fundador y eterno jefe de la guerrilla Manuel Marulanda, senadores ambos como consecuencia de los pactos de paz entre el Gobierno y la guerrilla, a negar en redondo que su organización reclutara “niños, niñas y adolescentes” (como reza la frase consagrada). Y dicen con toda la boca que eso no podía ser así porque “estaba prohibido por nuestros estatutos”.

Sí, sin duda. También eso es muy tradicionalmente colombiano. La ley regula todo, en la teoría. Todas las leyes. Y ninguna se cumple. “Se obedece, pero no se cumple”, se decía en tiempos de la Colonia y se sigue repitiendo desde entonces, desde hace casi 500 años. ¿Por qué iban a cumplirse los reglamentos internos de la guerrilla? No se cumple tampoco la Constitución, que dice, fatuamente, absurdamente, y sobre todo vanamente, que “la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”.

Si así fuera, en Colombia viviríamos en paz.

Lo que pasa es que aquí ni los derechos ni los deberes se han tomado nunca en serio. Ni en la guerrilla, ni en el establecimiento.

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