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Las estrafalarias pretensiones sobre Malpelo

No se trata de pretensiones de Costa Rica, Panamá, Ecuador o de ningún otro Estado.

Julio Londoño Paredes
19 de enero de 2024

Malpelo es un islote colombiano, agreste y deshabitado, ubicado a unos 500 kilómetros de Buenaventura, en la mitad del Pacífico, pero que nos genera más de 350.000 kilómetros de espacios marítimos.

En 1995, el Gobierno de Colombia se enteró de que Malpelo había sido incorporado a una estrambótica nación llamada “Dominio de Melquisedek”, por la fantasiosa declaración de un exconvicto norteamericano llamado Mark Pedley.

Menos mal que Colombia había ingresado al Movimiento de los Países No Alineados por decisión del presidente Belisario Betancur y empezaba a moverse tímidamente en África. Se habló en New York con representantes de la República Centroafricana, que también pertenecía al Movimiento, y la solicitud fue rechazada.

Malpelo siguió siendo atractivo. Más tarde, aparecieron “Helicón” y la “República Celta de Asturias Occidental” que adujeron que también pretendían a Malpelo. El problema es que mantenían disputas por la soberanía de Malpelo con el “Reino de Arancastilla”, cuyo rey, Carlos de Arancastilla vivía “exiliado en España” y entre los muchos títulos que ostentaba se contaba el de “señor de Malpelo”.

Por su parte, otra “nación”, UNMOA, “Archipiélago Multi Oceánico de las Micronaciones Unidas”, afirmaba que tenía controversias territoriales con varios países, entre ellos con Colombia, a quien disputaba la soberanía sobre Malpelo y los cayos de Serranilla y Bajo Nuevo, en el archipiélago de San Andrés.

Todas estas “repúblicas” son partes de una extraña cofradía de casi un centenar de micronaciones -no microestados- extendida por el mundo. Con frecuencia sus “reyes o presidentes” se dirigen a mandatarios, congresistas o funcionarios ingenuos de ciertos países, para solicitar el reconocimiento como Estado. No falta, como sucedió con República Centroafricana, alguien que de pronto esté dispuesto a hacerlo.

También puede haber un funcionario acucioso en algún Estado que envíe una protesta “al rey”, estableciéndose así un intercambio oficial de correspondencia “entre dos Estados”, lo que no dejaría de ser aprovechado por los locos que presumen de ser reyes.

Pero es más frecuente que, en el mismo país, algunos opten expresa o tácitamente en hacer el reconocimiento, o al menos eviten la presencia efectiva del Estado en una zona determinada del territorio nacional, en el que rigen normas y leyes diferentes.

No sería extraño que de pronto apareciera un “dominio” que podría ser reconocido por alguno mediante cualquier retribución. La solicitud podría ser firmada, por ejemplo, por el “señor del Catatumbo” en Norte de Santander o por “el amo del Oro” en el Chocó. De pronto el rey Carlos de Arancastilla les contesta o, lo que es peor, algún personaje en el ámbito nacional tácitamente lo reconoce.

Incluso, de pronto los condecoran.

(*) Decano de la facultad de estudios internacionales, políticos y urbanos de la Universidad del Rosario.

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