OPINIÓN

Malas palabras

Desde el emperador filósofo Marco Aurelio sabemos que un hombre decente no puede ser emperador.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
25 de agosto de 2018

Dice ahora Donald Trump que él pagó de su bolsillo el silencio de sus prostitutas de lujo: con 150.000 dólares a una, la conejita de Playboy Karen McDougal, y 130.000 a otra, la actriz porno Stormy Daniels. No está mal, para un fanfarrón que se jactaba de que con él todas las mujeres se querían acostar solo por ser famoso.

Asegura que no es cierto lo que cuenta su abogado Michael Cohen (uno de sus muchos abogados) sobre que ese pago se hizo con dineros de la campaña presidencial. Pero ese mismo abogado afirmaba hace un par de meses que era él quien había puesto el dinero por amistad con el presidente, y por su parte Trump pretendía que no había habido pago alguno porque él no había tenido relaciones con las dos implicadas.

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Es difícil creerle a cualquiera de los dos, que por lo que hemos visto son mentirosos consuetudinarios. Pero es más convincente la versión del abogado: antes hablaba por fachendoso, y ahora lo hace bajo juramento y ante la amenaza de la cárcel. El que miente esta vez, una vez más, es el presidente.

Esta puede parecer insignificante entre las muchas y muy graves mentiras que ha dicho Trump, algunas sobre asuntos tan delicados como sus oscuras relaciones con Rusia en el curso de su campaña electoral. Pero revela las dimensiones de su mezquindad: resulta que cuando se va de putas, Trump les carga la cuenta a sus gastos de representación. Tal vez al hacerlo se sienta muy “smart”, muy avispado, como cuando le explicó a su rival Hillary Clinton cómo hacía para no pagar impuestos. Lo que muestra, sin embargo, es el fondo de su personalidad, que es bastante miserable. En los dos años largos que lleva el mundo de ver actuar a Trump, como candidato primero y luego como presidente, y siempre como exhibicionista, no ha sido posible encontrarle ni los menores visos de virtud, ni como persona ni como gobernante, ni en lo moral ni en lo intelectual. Ni en lo político. Todavía están por verse las consecuencias de su guerra comercial contra el resto del mundo, contra países pobres y contra países ricos. Sus guerras militares –emprendidas por sus antecesores Obama y Bush, y en algún caso heredadas de Clinton– siguen empantanadas en todo el Medio Oriente. Su política antiinmigratoria, contra México y los países centroamericanos y contra los de religión musulmana, es desaforadamente cruel sin tener por ello la menor eficacia. Sus peleas con los miembros de la Otan, aliados tradicionales de los Estados Unidos, han tenido como único resultado el fortalecimiento de sus tradicionales adversarios, empezando por Rusia, en cuyos brazos Trump parece sentirse voluptuosamente satisfecho.

Sus peleas infantiles con sus propios servicios secretos y con su ministro de Justicia, y sus despidos por Twitter de sus más altos colaboradores (su asesor de seguridad, su secretario de Estado, sus consejeros políticos), desorganizan una administración que ya desde el principio era bastante caótica. Sus bravatas contra Corea del Norte han desembocado en la consolidación del arsenal atómico de ese país, que era lo que se trataba de evitar con las amenazas, y su ruptura del pacto de desnuclearización con Irán va camino de producir allá el mismo efecto. En cuanto a la retirada de los Estados Unidos del Acuerdo de París sobre el cambio climático es sin duda la decisión más irresponsable que haya podido tomar un hombre de Estado.

Desde el emperador filósofo Marco Aurelio sabemos que un hombre decente no puede ser emperador.

Vergüenza debiera sentir esa casi mitad de los electores norteamericanos que con su voto llevaron a un payaso como Donald Trump a donde está: la presidencia de los Estados Unidos.

No es que allá no hayan llegado antes que él muchos personajes poco recomendables. Tal vez la mayoría, si bien se mira: la política es la política. Y por lo menos desde el emperador filósofo Marco Aurelio sabemos que no puede un hombre decente ser emperador. Así, antes de Trump los Estados Unidos han tenido presidentes corruptos, como el general Grant; o presidentes putañeros, como Bill Clinton; o presidentes tramposos, como Richard Nixon. O presidentes ineptos, como Gerald Ford. Y, desde luego, presidentes mentirosos. Casi se puede decir que decir mentiras es una de las principales funciones del cargo, y no la menos importante. Trump, que es todo eso a la vez, mentiroso, corrupto, tramposo, inepto, es además, ya digo, mezquino y miserable.

Ahora: nada lo detiene. Los votantes que lo llevaron a la cúspide lo siguen adorando. Admiran –y envidian– sus trucos, sus astucias, sus putas, su evasión de impuestos. Y sin embargo hay un detalle en apariencia fútil. Resulta que una funcionaria despedida de la Casa Blanca, Omarosa Manigault Newman, acaba de publicar un libro de chismes e intimidades de la cotidianeidad presidencial, enfureciendo a Trump hasta el punto de que en sus tuits de indignación la ha llamado “perra”. Pero la cosa es más grave. Omarosa, que es afroamericana y acompaña a Trump desde los años de su reality de televisión El aprendiz, ha revelado algo terrible: tiene en su poder una grabación en la que el presidente pronuncia una palabra prohibida y maldita, una palabra tabú que los norteamericanos solo designan aséptica o reverencialmente con su letra inicial: la palabra con ene, “the N word”. La palabra “nigger”, que es la más racistamente peyorativa que existe en los Estados Unidos para llamar a alguien de raza negra (como la propia Omarosa): el equivalente, para decirlo con mojigatería comparable a la de la letra ene, de “negro h.p.”.

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De modo que el presidente Trump no va a caer por traición a la patria, ni por su colusión con Rusia, ni por su evasión de impuestos, ni por ninguno de los delitos que haya podido cometer en sus negocios de dueño de casinos o de promotor de finca raíz, o en su campaña electoral, o en el ejercicio de su cargo. Sino por deslenguado. Y resulta un bonito ejemplo de justicia poética que un presidente que resultó elegido por mofarse de la corrección política termine hundido por el más elemental caso de violación de la corrupción política: usar en público una mala palabra.

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