LAS TRES PRIMERAS CUCHARADAS
La luna ilumina la noche tibia. Sobre las gradas gastadas y circulares de un pozo se sienta un adolescente desconcertantemente hermoso. Estaría desnudo si no fuera por la camisa suelta de tejido burdo que le cubre en parte el torso moreno y por la guirnalda de mirto descuidadamente trenzada en el pelo. Saca agua del pozo para rocear su cuerpo y luego lo frota con aceites perfumados. Alza la cara hacia la luna, arrobado de fervor y placer, y olvidado de si mismo empieza a balancearse suavemente mientras invoca al astro balbuceando una extraña e incoherente letanía. De repente aparece detrás de él la majestuosa figura del anciano padre, quien después de contemplar deslumbrado a su hijo durante largo rato, se decide por fin a interrumpir su éxtasis diciéndole: "¿Está sentado mi niño al borde de las profundidades?"
Esta es una grosera síntesis de un episodio entre el joven José y su padre Jacob, relatado en las cinco primeras páginas de "Las historias de José", de Thomas Mann. De ellas se desprende tal halo mágico, que el lector queda irremediablemente atrapado desde ese instante y no puede desprenderse durante las casi 4.000 páginas restantes que componen esta novela de tres volúmenes.
Como Mann, hay unos cuantos escritores expertos en comienzos perfectos. Tal es el caso de Kafka, que desde el primer trazo deja retratado de una vez por todas al hombre contemporáneo con su "Al despertarse esa mañana, Gregorio Samsa se vio convertido en un monstruoso insecto"; de Gacía Márquez cuando hace del tiempo una plastilina moldeable al antojo con su "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento"; de rayuela, donde basta la primera frase para soltar el meollo del libro ("¿Encontraría a la Maga?"); de Cervantes, que desde el momento en que concibió la genial anbiguedad de "En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme" dejó atras el acartonamiento de la clásica novela de caballería y empezo a inventarse la novela moderna.
Sin embargo, no siempre las primeras páginas de una novela son cautivantes. Por el contrario, en la mayoría de los casos es una fiera guerra la que uno traba con un libro recién abierto, debido a la incompatibilidad inicial entre la circunstancia del lector y las de aquellos personajes que el escritor trata de presentarle. Por eso cualquier comercial de la televisión, Por eso cualquier comercial de televisión, o ruido domestico, o pitazo de bus en la calle, tiene para el lector una presencia más contundente que esa historia ajena y lejana que tiene entre las manos. Así que generalmente el forcejeo es a muerte y la relación con el texto es a las patadas, hasta que de repente, en algún renglón, se produce el milagro: la resistencia mutua se desvanece, el libro que minutos antes era un intruso se vuelve un amigo del alma y no hay llanto de niño, ni acreedor que timbre a la puerta, ni reclamo conyugal, ni ninguna otra interferencia de la vida real que sea mas importante en ese momento que los avatares ficticios del relato. Pero ese instante incomparable en que se logra franquear la puerta de un buen libro, hay que ganarselo con sudor derrotando las hostiles primeras páginas.
¿Quién puede decir con honestidad que no tuvo que empezar varias veces "El siglo de las luces" antes de aprender a lleverle el paso? Esa novela de Carpentier que es una lectura fascinante empieza sin embargo con un prólogo impenetrable que hay que remover con sacacorcho.
Las opiniones no siempre concuerdan. Lectores consumados como Bernardo Hoyos y Gonzalo Mallarino sostienen que Proust es un "capturador rápido" mientras que para Fernando Garavito el inicio de "En busca de tiempo perdido" dura tres tomos. En torno a "El otoño del patriarca", en cambio, parece haber unanimidad. En una confesión con la que seguramente se identifica toda la raza humana, Andres Holguín dice que para leerlo necesitó empezar tres veces: en el primer envión llegó hasta la página 15, en el segundo hasta la 30 y sólo logró coronar en el tercero.
Para Daniel Samper, un ejemplo patético de libro bravo para entrarle es "La guerra y la paz": "La guerra son las primeras 100 páginas, la paz son las 1.500 restantes". Para Pedro Gómez Valderrama, arrancar con una descripción es mala fórmula, y buena en cambio hacerlo en plena acción, como "La cartuja de Parma", que se abre con Fabricio debatiéndose en medio del fragor de la batalla. Es lugar comun decir que es difícil empezar a leer a Joyce pero esto es un alarde de pedantería, porque la verdad es que el irlandes es endemoniado al principio, en la mitad y al final.
Claro que también hay quien opina, -como Alfredo Iriarte- que estas son disquisiciones vanas ya que no hay libros que "mejoren" a medida que avanzan, de la misma manera que no hay sopa que al final sepa distinto que en las tres primeras cucharadas.