LE ROBARON AL MILAGROSO DE LA VILLA
Estoy indignado. La barbilla me tiembla. He tratado de aplacar mi ira para sentarme a la máquina con el alma en paz. Pero no es sino que escriba la primera línea y de inmediato resucita esta marea de rabia que se me anuda en la garganta. No sé si ponerme a llorar, con la cara entre las manos, o pegarle una patada al mundo.
El caso es que acaban de robarle los portentos y la alcancía de las limosnas al Cristo Milagroso de la Villa de San Benito. La noticia es terrible y sobrecogedora. Hombres malvados, con corazón de guarumo y entrañas de piedra, se metieron entre las sombras de la noche y cometieron el asalto. Que la ira de Dios caiga sobre ellos como las lenguas de fuego del libro de Balaam. Porque han cometido un sacrilegio no sólo contra los asuntos más sagrados sino contra la tradición y las leyendas costeñas.
Los ladrones del Milagroso nos han herido a todos los que bebimos la leche de la vida en esas tierras del Mar Caribe colombiano donde el sol no se pone jamás, donde la carne salada se seca al viento, donde se achicharran los techos bajo el estrépito del calor, donde -en fin- el béisbol no es un deporte sino una prolongación de la astronomía porque consiste en perseguir una pelota blanca bajo las estrellas de enero.
La Villa de San Benito, que perteneció toda la vida a Bolívar, queda ahora en el sur de Sucre. Es un pueblo de diez mil habitantes. No pasa semana sin que lleguen buses, camionetas, recuas de burros y manadas de potros con peregrinos, con enfermos, con mujeres piadosas, con pagadores de promesas. Gente anónima campesinos que ruegan por la cosecha, amantes burlados, maridos que buscan tranquilidad para sus celos, esposas abandonadas que no pierden la esperanza de recuperar lo que es suyo.
Uno los ve bajar del carro o de la montura, sucios de polvo, y luego van andando de rodillas, entre los pedruscos y los cadillos de la calle, expiando sus culpas envueltos en una capa de amor y de sofocación que se puede tocar con solo extender la mano. Entran a la iglesia reptando penosamente, sangrando y jadeando, y llegan al pie del altar. El Crucificado los ve desde la altura de sus maderos. Y los cura. Los remedia. Hay paralíticos que se han levantado de allí lanzando un grito y las muletas.
Conozco ciegos que fueron a ver y vieron. Lo primero que ven es una lucecita que tiembla en el aire de la iglesia y luego descubren a su alrededor las veladoras y los lampadarios encendidos por otras manos piadosas. Es el milagro de la fe de un pueblo entero. Porque vienen de todos los rincones y recovecos: de las tierras gaiteras de San Jacinto, de los arrozales cubiertos de agua del Sinú de los peladeros donde se mueren de sed los chivos de la Guajira, de las estribaciones heladas de la Sierra de Santa Marta, de los barrios de hojalata de Barranquilla.
Regresan un año después, con la sonrisa del milagro en la cara, a dejar constancia de su deuda de gratitud. Esa es la parte más bella de la peregrinación al Milagroso de la Villa: que la gente no solo va a que el Cristo la ayude, sino que regresa para pagarle sus prodigios. Y es entonces cuando cada uno de ellos lleva el testimonio de su milagro. Los que fueron sanados de la artritis cuelgan del Milagroso un bracito de oro, los que recuperaron el habla perdida cuelgan una lengua de oro, los tullidos del año pasado cuelgan una muletica de oro, las madres que salvaron a sus niños de paludismo cuelgan un muñequito de oro. Esas son las diminutas figuras que se llaman "portentos". Esas son las que se robaron en una noche oscura de San Benito Abad.
Yo, con toda mi carne y mis huesos, soy una demostración ambulante de los poderes del Milagroso de la Villa. Naci enfermo. El doctor Torralbo, que no sólo era un gran médico sino una especie de bendición que el cielo puso en San Bernardo del Viento, luchaba contra la mortal infección de mi ombligo. No sirvieron ni las drogas de patente ni la hoja de balsamina sancochada en agua lluvia. Estaba a punto de ser desahuciado por la ciencia cuando mi madre prometió que iría en peregrinaje a la Villa. La infección se fue una mañana de verano. Mi madre dice que entonces vio a su bebé sonreír por primera vez. Y desde aquel día fue devota viajera del Milagroso. Una litografía suya, con su cara triste y su corona de espinas, está en la cabecera de mi cama hogareña.
De modo que los ladrones no sólo se llevaron las limosnas y las figuritas de oro que manos del pueblo pusieron a lo largo de los años en la iglesia de San Benito. Se llevaron en su asalto un pedazo de cada uno de nosotros. Me imagino el dolor que hay a esta hora en las casitas campesinas de la costa. En Cartagena cunde el escándalo. Las mujeres lloran por los bandidos impiadosos que ultrajaron a su Cristo. En Montería ofrecieron una recompensa de lo que sea a quien descubra a los ladrones.
Es hora de afilar la gaita, maestro Toño Fernández, inmortal trovador de San Jacinto para que la canción herida salga a recorrer los caminos cantando la infamia que se ha cometido contra el Milagroso y contra el corazón de cada costeño, ese corazón que no tiene medida. Es hora de que caiga su anatema, maestro Rafael Escalona, contra estos despiadados que parecen tener una mala calaña como la de aquellos que se robaron la custodia de Badillo. Que salgan la gaita y el perro y el acordeón y la guacharaca y el bombo de los pelayeros a perseguir a los impíos sin contemplaciones, acosándolos con su canto donde se metan, como un perro hambriento.
Me acaba de contar Roberto Holguín, mientras concluyo estas líneas angustiadas, que una vez se robaron el Cristo de Sopo, cerca de Bogotá, y que a las pocas horas los bandoleros aparecieron paralizados sin habla tullidos por la furia de la Divina Providencia. Yo no aspiro a un castigo semejante para los asaltantes de San Benito; sólo espero que el Milagroso los perdone. Como nos ha perdonado a tantos. Como nos va a seguir perdonando...