PASAR FIJÁNDOSE
Leer al déspota: Carolina Sanín escribe sobre Álvaro Uribe Vélez
“Dentro de Álvaro Uribe vive aquel niño que se siente insuficientemente viril e impotente”.
Hace unos días propuse en mi muro de Facebook una lectura analítica, resumida y parcial de la personalidad de Álvaro Uribe, que aquí amplío un poco. Me basaba en una entrevista que él le concedió a Semana en 2002 y que, en el Día del Padre, encontró mi madre (la coincidencia del día daría para otra lectura psicoanalítica de mi madre y de mí, pero por ahora corramos un velo). Comienza la entrevistadora preguntándole a Uribe cuál es su primer recuerdo de la política. “Cuando mi mamá luchaba por el plebiscito de 1957 por los derechos políticos de la mujer”, responde él. Luego, el entrevistado recuerda que su padre “rumbeaba” hasta las cinco de la mañana pero a las seis estaba listo para trabajar, y que era demasiado “estricto”. Más adelante, a la pregunta: “¿Es verdad que usted mató un caballo de un puño?”, vuelve a recordar a su padre: “No. Mi padre cogía un muleto de las orejas y lo dominaba totalmente, o tumbaba un caballo de un puño; yo no tengo tanta fuerza”. Y al hablar de la muerte de su padre, dice que “cuando se muere el papá, uno mismo lo tiene que reemplazar y eso es muy difícil”.
Este hombre, cuyo discurso y cuyas acciones han estado lejos de propender a la igualdad entre los sexos, escoge como “primer recuerdo de la política” (es decir, de su vocación y el destino de su vida) el de la lucha de las mujeres por sus derechos y el del involucramiento de su madre en esa lucha. Con ello, admite una temprana identificación con la madre, frente a un padre ausente (que pasa la noche fuera de casa). La imagen que retiene de ese padre –y que ofrece sin que venga a cuento, para defenderse de una acusación de crueldad excesiva y al mismo tiempo reivindicar esa crueldad a través del encomio de la fuerza– es la de un hombre violento, que podía tumbar de un golpe (¿está contando algo que vio, o que oyó, o con lo que fantaseó?) a un caballo, y que domaba animales agarrándolos por las orejas.
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Podemos imaginar a Uribe, el individuo que se ha convertido en el padre autoritario de tantos colombianos (y a quien tantos colombianos le transfieren su propio deseo por el padre autoritario) cuando niño, anonadado ante la violencia paterna, y podemos imaginar el proceso por el cual se sintió compelido a desidentificarse de la madre y a identificarse con el padre (cuyo lugar, además, él debía ocupar, como hijo juicioso, durante las frecuentes ausencias). Quizás Álvaro –que en la entrevista dice que “tuvo” que reemplazar al padre tras su muerte– tuvo también, mucho antes, que internalizar la violencia paterna para defenderse simbólicamente de la amenaza de aquel forzudo hiperbólico que podía matarlo de un puño.
Álvaro Uribe Vélez / Archivo Semana.
Es imaginable que el niño, impulsado por su instinto de supervivencia, deseara consciente o inconscientemente (como todos los hombres) que el padre aplastante muriera, y es también imaginable que buscara castigarse por ese deseo inconsciente (como todos los hombres). Cuando el padre murió violentamente, el hijo necesitó decirse que su deseo y el poder de su fantasía no lo habían matado, y entonces construyó la narrativa de la venganza y asumió el papel de vengador del padre. Designó un culpable, la guerrilla, y emprendió una guerra que lo haría a la vez legítimo heredero de su padre y lo convertiría en padre omnipotente. Desde luego, la guerra emprendida –contra la guerrilla, contra la izquierda y contra todos los que le recuerden su deseo de matar al padre, pero también contra las mujeres, contra los animales y contra todos los que le recuerden su debilidad frente al padre–, al ser la representación de un drama interno irresuelto, no tiene fin. La tragedia interna del déspota se convierte en tragedia histórica en el escenario nacional. El destructivo sentimiento de culpa por la muerte de un padre abusivo reclama la muerte de otros padres. Y de otros hijos y de otras mujeres.
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Dentro de Álvaro Uribe vive aquel niño que se siente insuficientemente viril (“Yo no tengo tanta fuerza”) en contraste con el padre castrador; aquel niño impotente que ve al padre derribar caballos cual Héctor Priámida, y que teme que también lo derribe a él, o lo pueda “dominar totalmente” como a los “muletos”, animales de sexo híbrido (es elocuente que haya escogido ese sustantivo masculino en lugar del femenino “mula”, mucho más común). También ese niño pervive en algunas actitudes de Álvaro y en su cuerpo, cuya disposición infantil manifiesta el persistente complejo.
Con esta lectura de las palabras textuales de una entrevista, combinadas con las acciones políticas del entrevistado, no pretendo explicar a Uribe, ni su insistencia en la guerra, ni su posible desdicha. Toda lectura de un ser humano es incompleta, provisional e ínfima; es una entre infinitas lecturas, y sola no es suficiente para dar cuenta de la realidad. Lo que he querido es mostrar que la mente humana, aun bajo la tiranía, puede interesarse por entender. He querido recordar que el otro –el enemigo, el odiado, el amado, el subyugado y el tirano– es, al menos hasta cierto punto, una historia legible. Y que ver al otro dentro de uno y en el tiempo –es decir, imaginarlo y narrarlo– es un ejercicio de la libertad y un acto de justicia –o de la semblanza de justicia que nos es dado a los mortales administrar–.
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