OPINIÓN

Lejos del mundanal ruido

Cuando la realidad cercana agobia, la poesía es un buen refugio.

27 de abril de 2021

El gusto por la poesía es un misterio porque ella misma lo es; apela a nuestra dimensión emocional y exige de sus lectores una actitud abierta ante la recóndita música de las palabras, tanto como una actitud de asombro frente al milagro de la vida. Por supuesto no es necesario para gozarla profesar una fe religiosa, pero sí una postura reverente frente a lo insondable. Un cierto panteísmo.

Conocí en la Universidad de Antioquia a un joven que escribía, al igual que yo, sus primeros poemas. Ese encuentro fue memorable en un doble sentido: el deslumbramiento que me produjeron sus textos iniciales, y la certeza de que, en cuanto a mí respecta, haría mejor dedicándome a otra cosa: mal abogado soy; peor habría sido de vate. Áspera ocupación escogió Elkin Restrepo. Mejor alternativa parecía ganarnos la vida en la profesión jurídica, que para eso nuestros padres, con no pocas privaciones, hicieron el esfuerzo de mandarnos a las aulas. Este es su testimonio:

Volver una y otra vez sobre lo escrito,

qué duro oficio.

Un verso, un tono, una palabra,

el sentido de una estrofa,

algo hace falta allí,

algo que dispute una razón

al vano esfuerzo de vivir.

Y el trabajo se torna un imposible.

¿Cómo darle forma

a lo que allí se rehúye sin cesar?

¿De qué modo conseguir que tanta labor

lleve a alguna parte?

El oficio no es suficiente.

Indecible es lo que el poema acuña

por fuera de su balanza.

Pero un día, el menos esperado,

el talismán perdido aparece,

y la palabra, el giro, el acento

que hacía falta, llega

y, una vez más,

la música que oyes, te salva.

En alguno de los pocos reportajes que ha realizado –Restrepo es hombre parco- señaló la importancia que en el desarrollo de su sensibilidad tuvo el cine que vimos en aquella época de nuestra educación sentimental. Nos deslumbraba la belleza, la juventud, el lujo de las vidas de actores y actrices que considerábamos, con pueril inocencia, inmarcesibles. Basta que pasen los años para advertir los agravios que -ellos también- padecen. Fueron esos los tiempos de Marilyn Monroe, Liz Taylor o Julie Christie, divas inolvidables hoy olvidadas. Elkin escribió una amplia galería de retratos ficticios de estas estrellas rutilantes del celuloide en su inexorable decadencia. Lean este sobre Anita Ekberg, a quien mis contemporáneos recordarán emerger, empapada, vistiendo un ajustado traje de fiesta, de la Fontana de Trevi en Amarcord de Federico Fellini.

En Roma, eso ahora lo comprendes,

el verano se convierte rápidamente en olvido,

en hojas secas, en una sensación dolorosa.

Las aves ya no chillan o chillan de manera distinta

en las canoas de los viejos palacios,

y en las calles otra luz desmorona el oro de la vida.

Las cosas (tus cosas) parecen diluirse

en un sueño confuso.

y la desdicha llega a casa

y se instala como un viejo amante.

Sientes que esto es nuevo en ti,

un mensaje apenas recibido, una derrota.

En las afueras del Coliseo,

los escasos turistas rezagados se pasean,

y las terrazas de los cafés están vacías,

y las limosinas de las condesas

y los ricos norteamericanos

ya no abochornan el tráfico romano.

La ciudad también, como tú, ha perdido algo,

su juventud, su fuego, su íntimo regocijo,

y sobre la fachada de las edificaciones,

de los palacios restaurados,

la humedad, el tiempo que pasa y no vuelve,

ensaya un nuevo color,

cubre de moho y silencio el vasto material de los días.

Pero Roma es eterna,

y tu dolor, apenas una sensación nueva,

una primera derrota.

Tu dolor para el cual, ya lo sabes, no existe

bálsamo o sabiduría alguna que lo alivie.

La personificación de los animales para analizar problemas humanos ha sido una constante en la literatura desde las épocas de Esopo y Fedro. Este bello poema no es, sin embargo, una fábula. Es una alegoría sobre el riesgo de perder el rumbo, no solo en el camino sino en la vida misma. Las transformaciones muy aceleradas de la naturaleza y la sociedad aumentan la incertidumbre sobre animales y hombres.

Algo de trágico hay en este pato

que despistado atraviesa la ciudad

por sitios que no son los suyos.

Sus graznidos son de alarma,

su mismo vuelo angustioso.

Equivocó el camino,

su propio instinto

le ha jugado una mala pasada

y ahora su suerte

es cosa incierta.

Una verdadera suerte será que alcance

las ciénagas antes de que anochezca.

Alguien que se sale de rumbo

de esa manera

está soberanamente perdido, piensa él.

No alcanzará un lugar que lo acoja.

Lo sabe el pato, de ahí su premura.

Lo sabe él, a quien los años

lo han dejado mal arropado.

Pero ahí van, uno y otro,

Aferrados a esa lucha

que en vez de llevarlos

a alguna parte

más los aleja de toda certeza y lugar.

(La imagen que guardo es nítida y reciente: una garza, en su infinita blancura, posada en el separador de una calle infernal. ¿Habrá sobrevivido?)

Por hondos que hayan sido los padecimientos que la suerte nos haya deparado, en estos años de juventud tardía (que otros llaman ancianidad), la actitud adecuada frente a la vida debe ser de gratitud:

Ni solo, ni huérfano, ni desamparado,

puedo sentirme.

No puedo decir que algo me falta

o me sume en la derrota.

Tampoco llamar a la tristeza

para que haga los oficios de la casa.

Ni puedo alegar razones

porque el mundo no es como lo creo.

No, no puedo, con tanta queja,

convertirme en el ciego

que palpa y maldice

la moneda de oro que se le entrega.

Esa postura supone que tenemos la sabiduría necesaria para no esperar de la vida nada diferente de lo que dispensa al común de los mortales.

Ningún anhelo mejor

que la vida misma.

Ningún sueño más apropiado

que la misma realidad.

Ningún suceso mayor

a un día

en el cual no sucede nada.

Una fiesta:

el más trivial

de los actos,

el más distraído de los besos.

Fábula,

despertar y saber

que estamos vivos.

Por supuesto, nada impide imaginar que el destino -que es inescrutable- y el ejercicio de la libertad, que nos hace humanos, podrían habernos concedido una vida muy diferente.

Ningún lugar mejor

que la ciudad

para pensar en ciervos

y bosques,

para hacer del momento

una pura ensoñación,

la vida que queremos

y no existe,

o existe en otra parte.

Venados, osos, perros,

montes y lagos,

y en el camino que traza

el candil

de una luna de hielo,

un hombre

con la pieza de caza

a cuestas.

Por un instante

soy aquél

que, primitivo,

se libra al destino

de un mundo naciente y áureo.

Y pacta acuerdos

con la ruda Ley

que le ofrece por sueño

la vida.

La vida salvaje y bella,

donde copular, cazar, pescar,

cambiar con el tiempo nómade,

es suficiente,

y donde no cabe

ilusión distinta

a la labor de cada día,

y el sueño es el simple

descanso,

el dios que vela tus fatigas.

Y vivir, el don.

Ese mundo idílico, que alguna vez fue nuestro o que anhelamos, es una constante en la literatura. Es La Edad de Oro que Don Quijote enaltece, o el Paraíso Perdido de John Milton.

La Ilíada narra la guerra de Troya, mientras que La Odisea despliega las maravillosas aventuras de Odiseo en su regreso a Ítaca y a los brazos de su mujer Penélope. Desde la antigüedad, estos textos fundacionales de la literatura occidental han sido reelaborados muchas veces. En el siglo XX lo hicieron Borges, Seferis, Joyce y Katsantsakis. En la versión de La Odisea de este último, el héroe homérico, a poco de retornar a Ítaca, decide emprender viaje de nuevo para morir, miles de versos después, en las regiones polares. Se rumora que luego de veinte años de independencia vagando por el mundo, no fue capaz de soportar la autoridad conyugal…

En uno de sus mejores libros - “Como en tierra salvaje, un vaso griego”-, Elkin sigue estos precedentes ilustres. En su versión, Odiseo pereció en la batalla. Su épica historia habría sido falsa.

Su regreso a Ítaca nunca sucedió, todo fue un sueño. Un sueño Escila y Caribdis, los lestrigones, el cíclope. Un sueño el abrazo lisonjero de Circe. Telémaco nunca fue en su busca, ni Penélope envejeció esperándolo. Herido de muerte por una flecha troyana, Odiseo da en imaginar que los Aqueos ganan la batalla, y que si la vuelta a la patria se retrasa, es por voluntad de los dioses que le cubren el camino de dificultades. En su delirio, ignora que nada de lo que sucede es real, y que aquellas aventuras que imagina, dignas de un verdadero héroe, son meras fantasías de un mortal común: un astuto consejero del rey Agamenón, que agoniza a las puertas de la ciudad. Al atardecer recogen su cuerpo en una carreta y, junto a los cientos de cadáveres que apestan el lugar, lo echan al fuego en una gran pira.

Lo dije al comienzo, y lo repito al finalizar, que con frecuencia la mejor poesía tiene un tono críptico que nos fuerza a hallar sentido pleno a lo que el poeta apenas alude.

No podría descifrarlo

ya se sabe

un sueño es un sueño

y sin embargo

el día entero te acompañó

un sentimiento tal

que no hizo más

que preguntarse

qué cosa había hecho él

para merecerlo

y a qué

aurea legión de ángeles

había dado alcance

mientras dormía.

¿Qué imágenes oníricas el poema evoca? Las tuyas y las mías, lector que hasta aquí nos has acompañado. Aquellas que mantenemos sepultadas en una intimidad que con nadie compartimos, pues aportan una felicidad recóndita que es incomunicable.

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