OPINIÓN
Otro gran triunfo del fanatismo
Sentí una gran tristeza cuando leía en las redes sociales a cientos de personas y a grandes personajes seguidores de Uribe, invocando el dolor de Francia para proclamar el odio contra la paz.
Todo lo que buscaba el Estado Islámico con sus macabros actos en París lo ha conseguido. Que Francia se lanzara a atacar ferozmente sus posiciones en Irak y Siria; que 1.000 voces se alzaran para repudiar las migraciones y el nacionalismo tuviera un nuevo aliento; que el miedo se tomara las calles de una ciudad milenaria y entonces el gobierno empezara a restringir libertades tan caras a un pueblo emblema de la democracia; que el mundo viera una vez más cómo la vida sucumbe ante las ideologías; que otra vez exista la tentación de sacrificar la libertad en el altar de la seguridad y de subordinar la agenda de derechos humanos a la agenda antiterrorista.
Han logrado que Francia, que se negó a participar en la coalición entre Estados Unidos, España y el Reino Unido, después de la dolorosa tragedia de las Torres Gemelas, convoque ahora a una gran alianza para destruir al extremismo islamista agrediendo de paso a millones de musulmanes que nada tienen que ver con esta violencia irracional; y van a lograr, con seguridad, que se ahonde la brecha entre el gran mundo musulmán (más de 1.000 millones de personas) y Occidente.
Es una victoria enorme, difícil, si no imposible, de evitar. La trama está inventada. En un grupo humano dominado por una ideología (en este caso la fusión entre una religión bella y la política adolorida de pueblos invadidos, agredidos y sojuzgados por potencias) quien ostente la consigna más radical y la acción más intrépida y más dura, quien esté dispuesto a inmolarse, tiene las mayores posibilidades de ganar el liderazgo de su bando y de exacerbar y unir a otro grupo diferente o rival. El Estado Islámico anunció como propósito “Acabar con quienes contradicen los preceptos del Corán e instaurar la ley islámica” y tiene como enseña “Golpear la cabeza de los no creyentes”; con esta imaginación van sobre los inermes y sobre su propia vida con la ilusión enorme de estar muy cerca de su Dios.
Estas ideas y estas actitudes son poderosísimas en el mar de una ideología. Con solo dos años de proclamado el grupo y bajo la conducción de un líder sin mayores atributos, el inefable Abu Bakr, ya son más de 50.000 los milicianos y controlan una cadena de ciudades ricas de Irán y de Siria. Ya desconcertaron nuevamente a Occidente y lo obligaron a responder con la moneda más pedestre y la más vil, la moneda de la violencia, la exclusión y la restricción de las libertades. Ganaron todo en una noche, en una sola noche apesadumbrada y ciega. Así gana el fanatismo, así gana siempre el fanatismo.
Una voz brilló en medio de la tragedia. Un joven francés, Antoine Leiris, que perdió a su esposa en el ataque al teatro Bataclan, pronunció una oración suprema de amor: “El viernes en la noche ustedes le robaron la vida a un ser de excepción, al amor de mi vida, la madre de mi hijo, pero no tendrán mi odio, no les voy a hacer el regalo de odiarlos”. Y dijo más: “La he visto esta mañana después de días y noches de espera. Estaba tan guapa, tan hermosa, como cuando me enamoré de ella hace 12 años. Por supuesto estoy devastado por el dolor, les concedo esa pequeña victoria, pero será de corta duración. Sé que ella nos acompañara en este paraíso de las almas libres al que ustedes nunca tendrán acceso”.
Sentí una gran tristeza, una tristeza enorme, cuando leía en las redes sociales a cientos de personas anónimas y a grandes personajes de la vida nacional de nuestra patria, seguidores de Uribe, invocando el dolor de Francia para proclamar el odio contra la paz que buscamos en Colombia. Decían, con la oscura ignorancia de un fanatismo de palabras, solo de palabras y de incitación, que se debía proceder contra las guerrillas tal cual procedía Occidente contra aquel terrorismo pleno de identidad con el nuestro. Tremendistas huecos que afortunadamente nunca osarían amarrarse a su cintura una sarta de bombas para pagar con su vida un ataque a sus enemigos jurados y gritar con su último aliento un viva a su idea de seguridad y a su líder carismático, cobardes. Pero hacen daño, mucho daño, con la insensatez de sus palabras.
Hemos tenido la fortuna en América Latina de que no haya esa fusión aleve entre religión y política y así ideologías de cuño racionalista, sin declinar una grave lesión a la vida, han tenido una ocurrencia temporal y han terminado rindiéndose a la democracia o negociando con ella el final de la aventura. Ni los caudillismos, ni la gama de marxismos, han ido hasta el límite de ofrecer la vida con el entusiasmo de los terrorismos que ahora acosan a Europa y a Estados Unidos. Siempre ha habido un lugar para desistir y negociar. También, debo decirlo, las elites políticas ilustradas se han detenido en algún agujero de la barbarie y han retornado a la civilidad, es así nuestra América.