OPINIÓN
Libertad para agredir
Es válido preguntarse si un medio de comunicación está obligado a tolerar que desde sus propias paginas se descalifique la moral de sus propietarios.
La espléndida actriz de telenovelas memorables vive, de cierto tiempo para acá, una suerte de epifanía -de deslumbramiento sumo- como el que experimentó Pablo de Tarso, activísimo perseguidor de los cristianos, en el camino de Damasco. Según leemos en los Hechos de los Apóstoles, “a eso del mediodía, de repente me envolvió una gran luz venida del cielo; caí por tierra y oí una voz que me decía: ‘Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?’ Yo le respondí: ‘Señor, ¿quién eres tú?’ Él me contestó: ‘Yo soy Jesús de Nazaret, a quien tú persigues’. Desde entonces el futuro San Pablo fue el más entusiasta defensor de la nueva fe.
Este caso es parecido al de Margarita Rosa de Francisco, ahora persuadida de que el sistema político es un modelo de perfecta inequidad, un contubernio de los sucesivos gobiernos y los ricos de este país para explotar al pueblo. Urge, entonces, un cambio radical. Por eso escribe: “El presidente más remoto en mi recuerdo es Misael Pastrana, y de ahí para adelante, todos los que le siguieron me han parecido uno solo…Los ciudadanos hoy contemplamos con desolación la misma barbarie, desigualdad y miseria, ellas sí, muy bien administradas, pues han logrado mantenerlas estables por décadas, siempre en el más cruel de los niveles”.
Esta visión es la de la izquierda radical que hoy representa, con sobresalientes méritos, el senador Petro, y es la misma que yo escuchaba a los dirigentes comunistas de mi juventud: “Nada nuevo bajo el sol”. Para ese respetable sector de la opinión pública, Colombia, antes que progresar, retrocede. Se le pasa por alto la significativa reducción de la pobreza que venía ocurriendo desde décadas atrás, las mejoras en el acceso a los servicios públicos, la ampliación de la cobertura educativa, el incremento del ingreso medio, logros innegables estos y otros muchos que la pandemia está revertiendo. Esta postura sombría sobre la evolución de nuestro país marca la línea divisoria con otros sectores políticos que, reconociendo los progresos y conscientes de la grave crisis que afrontamos por causas ajenas al gobierno, buscan caminos para recuperar el terreno perdido en ese último año y retomar el curso del progreso.
Sobre el discurso general no cabe reproche alguno a Margarita Rosa. Dice con claridad lo que otros afirman. El problema estriba en su diatriba contra Luis Carlos Sarmiento, a quien califica como “el innombrable” al que no es prudente mencionar para evitar sus iras retaliatorias. Y luego cuando le formula dos graves acusaciones: Haber creado un “monopolio abusivo del sistema bancario”; y haberse ufanado “de mandar a confeccionar leyes a su medida”.
Nada de lo anterior es admisible. Sarmiento tiene derecho, al igual que todos, al buen nombre mientras observe buena conducta y cumpla las leyes. Si nuestra añorada Gaviota tiene motivos para tratarlo como si fuera un delincuente tendría que aportar sólidas razones. Los bancos del grupo aval participan en el 26,2 % de los activos de la banca; una cifra elevada, sin duda, pero insuficiente para configurar un monopolio. Como hablamos de uno de los hombres más ricos del país, tonto sería negar que, de ordinario a través de los gremios en los que sus empresas participan, es oído con atención en los procesos de diseño normativo en ciertas áreas. No obstante, resulta osado atribuirle la capacidad de mandar a que las leyes se escriban a gusto suyo. No somos una mera república bananera, así nuestras instituciones requieran mejoras sustantivas. Y más censurable es afirmar que se jactó de hacerlo. ¿Cuándo, dónde? Se trata, pues, de una acusación huérfana de pruebas y, por lo tanto, temeraria.
La prensa fue aquí, en otras partes y durante centurias, una actividad empresarial de modesto tamaño desarrollada con un marcado acento partidista y grandes dosis de sectarismo. No poca responsabilidad le cabe a los periódicos de nuestro país por haber inflamado los odios en los años cincuenta del siglo pasado. Hoy el mundo es otro; los periódicos son propiedad de grandes conglomerados multimedia. Basta recordar que The Washington Post, The New York Times y El País de Madrid están bajo niveles altos de control financiero por Carlos Slim, Jeff Bezos y el Grupo Prisa, respectivamente. Esta circunstancia les ha garantizado estabilidad financiera, sin que ella se haya traducido en una subordinación de sus líneas editoriales a intereses económicos. La causa de este resultado virtuoso proviene de que los empresarios entienden que el activo más importante con el que cuentan es la credibilidad de los consumidores. Por eso la gente paga por el acceso a pesar de que existen otras fuentes gratuitas.
En nuestro país las empresas de comunicaciones son, también, propiedad de compañías poderosas. Es un buen arreglo. Genera un contrapeso a los medios electrónicos altamente ideologizados, que hoy existen y mañana desaparecen, y que ante nadie responden. Sin embargo, el esquema no es óptimo. Se requieren códigos de conducta de público conocimiento para regular, entre otras cosas, las relaciones entre los propietarios y la dirección periodística, y entre ella y los columnistas. Lo digo por cuanto los usuarios deberíamos saber, por ejemplo, cómo se nombra al director y cuál es su grado de independencia; y en qué circunstancias se puede prescindir de los columnistas, pues no debería bastar que se hayan convertido en incómodos. Razones objetivas, definidas con antelación, son indispensables.
Dicho esto, creo que El Tiempo hizo bien en prescindir de Margarita Rosa; mejor haría si la sustituye con alguien del mismo perfil ideológico, respetuoso de la honra ajena y de la verdad que son principios insertos en la Constitución.
Briznas poéticas. De José Emilio Pacheco: “Alabemos el agua que ha hecho este bosque / que resuena / entre la inmensidad de los árboles. / Alabemos la luz que nos permite mirarla. / Alabemos el tiempo / que nos dio este minuto y se queda / en otro bosque, la memoria, durmiendo”.