OPINIÓN

Líderes no nacen todos los días

La matanza de líderes y lideresas que no cede ni se detiene es el espejo en que deben mirarse el Gobierno y las instituciones en su conjunto. Su fracaso es inexcusable.

Clara López Obregón, Clara López Obregón
16 de junio de 2020

A través de los años, demasiados en Colombia se han ido inmunizando frente a la muerte de inocentes. Cifras inimaginables de desapariciones forzadas, secuestros y degradaciones como los falsos positivos y el exterminio de la Unión Patriótica han erosionado la capacidad de indignación que el asesinato de una sola persona debe suscitar, como ha sucedido con George Floyd en Estados Unidos. Dio en la clave Martin Luther King cuando afirmó: “Lo preocupante no es la perversidad de los malvados sino la indiferencia de los buenos” y yo agregaría que también el miedo.

Desde que se firmó el acuerdo de paz, han sido sistemáticamente asesinados 500 líderes y lideresas. Se trata de personas fuera de lo común. Su vocación de servicio los llevó a abrazar causas colectivas en un mundo cada vez más insular e insolidario. Cuando asesinan a un líder social, un reclamante de restitución de tierras o una defensora de derechos humanos están descabezando a una comunidad, una causa y, con suficientes de ellos y ellas, a toda una generación, para dominar con el miedo que se funde con la indiferencia.

No se equivocaba Michel Forst, relator de Naciones Unidas, cuando sostuvo en febrero pasado que Colombia es uno de los países más peligrosos del mundo para la defensa de los derechos humanos. Las cifras solas no muestran la tragedia humana que hay detrás de cada caso. Por eso, un grupo de columnistas hemos querido recuperar los rostros y las vidas de algunos líderes asesinados y contar sus historias.

María Magdalena Cruz Rojas era una mujer de carácter, reconocida dentro de su comunidad por las iniciativas sociales que lideraba. Había impulsado asociaciones de mujeres para traer proyectos a la vereda donde sus gentes la habían elegido ya en dos oportunidades al cargo de secretaria de la junta de acción comunal. Cuando el 30 de marzo de 2018 fue asesinada por dos hombres encapuchados frente a su esposo e hijo, lideraba el movimiento de sustitución voluntaria de cultivos para uso ilícito en su vereda Unibrisas de Iteviare, en el municipio de Mapiripán, Meta, tristemente célebre por la masacre ejecutada por los paramilitares de los hermanos Castaño en 1997.

Tenía 52 años y le había contado al alcalde de las amenazas recibidas de un grupo armado opuesto a la sustitución de cultivos. Después de su asesinato, otros líderes de sustitución pertenecientes a la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana, Coccam, abandonaron la zona y con ellos el proceso que iba muy adelantado.

Emilsen Manyoma era una defensora afro de derechos humanos del corregimiento Bajo Calima del puerto de Buenaventura. Fue brutalmente asesinada junto a su esposo, Joe Javier Rodallega, el 14 de enero del año 2017. A sus 33 años, Emilsen había denunciado violaciones a los derechos humanos en el corregimiento de Bajo Calima y había apoyado varios procesos comunitarios en contra de la exploración petrolera y de la ubicación de un relleno sanitario dentro del Consejo Comunitario del Bajo Calima, del cual era integrante.

La defensora había comenzado su labor bajo el acompañamiento de la ONG Comisión Intereclesial de Justicia y Paz y, luego, se había convertido en vocera local de la Red de Comunidades Construyendo Paz en los Territorios, Conpaz. Según su organización, los últimos hechos que había denunciado estaban ligados a presuntas estructuras paramilitares en Buenaventura que han controlado la libre movilidad de los habitantes de la zona en busca de controlar la ruta del narcotráfico que se mueve hacia el Pacífico, en la desembocadura del río San Juan. "Se está muriendo más la gente por plomo que por covid-19, estamos en una ciudad sin Dios y sin ley; no hay autoridades que hagan cumplir las normas,” afirmó en abril un líder social del puerto.

La matanza de líderes y lideresas que no cede ni se detiene es el espejo en que deben mirarse el Gobierno y las instituciones en su conjunto. Su fracaso es inexcusable. Líderes no nacen todos los días, pero sí los matan sin respiro. A este paso naufraga la paz, naufraga la democracia, naufraga Colombia.

 

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