'Lo que no tiene nombre' de Piedad Bonnet es una historia que le hace honor a su título, a ese dolor profundo y desgarrador producido por el suicidio de un ser querido. Pero, sin lugar a dudas, el libro también es una sentida e inteligente reflexión sobre la existencia, esa que resulta tan frágil y que reta de frente a la sabiduría popular que continuamente repite cosas como: “lo más importante es que él o ella vivirán en tu corazón” cuando lo más penoso de la muerte es que nos enfrenta al hecho de que nunca volverá a existir en el universo un alguien como quien se fue, porque “la verdadera vida es física, y lo que la muerte se lleva es un cuerpo y un rostro imperceptibles: el alma que es el cuerpo”.
Los demás aspectos que se tratan en el libro y que tampoco “tienen nombre” hablan de la incompetencia médica, el desconocimiento que aún existe sobre las enfermedades mentales en Colombia y el estigma que deben cargar aquellos que las padecen, hechos que son relatados de forma descarnada por la autora y que los lectores descubren a través del sufrimiento de su hijo Daniel, a quien el esfuerzo por salir adelante no le alcanzó para seguir viviendo.
La generosidad de la escritora al compartir con el público su historia nos debe servir para ver que lo que ella padeció con su hijo no es un caso aislado. En un país como Colombia, donde cuatro de cada diez personas han sufrido algún tipo de trastorno mental a lo largo de su vida.
Según el informe nacional de salud mental y entre enero y mayo de este año ocurrieron 619 suicidios reportados por el Instituto de Medicina Legal, no debería ser tan difícil acceder a servicios especializados en el tema. Sin embargo, los registros también le aportan la cereza al pastel, al mostrar que el 43 % de las personas que consultan por estos motivos no son diagnosticadas adecuadamente y menos del 7 % acceden a atención especializada.
El primer problema con el que se encuentra un paciente que padece una enfermedad mental es encontrar un buen terapeuta. Se dice que no hay médicos más humanos que los siquiatras y sin embargo cuesta encontrar un verdadero “terapeuta del alma”, porque una gran mayoría de estos profesionales solo quiere medicar y cobrar caro. Lo que significa que en cuanto el paciente empieza a establecer discursos que demandan más atención de los 45 ó 60 minutos establecidos, se levantan de su silla, abren la puerta e interrumpen el discurso para una próxima sesión, a la módica suma que oscila entre los 200 y 300 mil pesos, que desde luego no cubre el POS, y que la póliza de medicina prepagada limita a un número de citas al mes que no alcanzan para un tratamiento de calidad.
A la lucha por conseguir un especialista que se ajuste a las necesidades y el presupuesto de cada familia, se suman los costos de los medicamentos, que tampoco los cubre el seguro y que se vuelven tan indispensables en este tipo de casos, como la comida diaria. La correlación casi siempre es nefasta pues cuanto más especializado es el medicamento el precio aumenta, así que si usted no tiene dinero suficiente tendrá que resignarse a usar aquellos fármacos que son menos efectivos y producen mayores efectos secundarios.
Como si lo anterior fuera poco, con la enfermedad mental viene también el estigma social. “Algunos amigos lo abandonaron, cediendo al primitivo miedo que nos causa la locura”, escribe Bonnett sobre su hijo. De esta forma, jefes, compañeros, parejas, amigos, salen corriendo cuando se enteran de que alguien tuvo una crisis y está en terapia siquiátrica o sicológica.
Porque claro, los “locos” nos parecen chistosos y conmovedores, pero solo en las películas o bien lejos. Y lo peor es que esta negación no solo ocurre por fuera de casa, sino también en ella cuando las personas cercanas le dicen al enfermo que la depresión no existe, que eso es falta de carácter o que una manía excesiva no es más que un perfeccionismo que no necesita de tratamiento alguno.
Vivimos en el mundo de la prevención, de vacunas contra la influenza y de lucha contra la tuberculosis que está resurgiendo. Sin embargo, la más grave enfermedad del ser humano, que no puede ser otra que la infelicidad con su experiencia de vida, no solo está subdiagnosticada y carece de la atención profesional adecuada, sino que es un tabú cuyo reconocimiento, en lugar de premiar el valor de quien lo hace lo condena al aislamiento e incluso el desprecio de quienes se creen “normales”.
Lo que sí tiene nombre es la insensibilidad e ignorancia de quien se niega a aceptar la condición humana, con sus múltiples matices y contradicciones en especial el hecho de que la vida a veces duele.
*Docente – Investigadora
Centro de Investigación en Comunicación Política (CICP)
Facultad de Comunicación Social – Periodismo
Universidad Externado de Colombia