OPINIÓN

Los bajos instintos

Mandela hubiera podido atizar el justificado rencor de los negros y la rivalidad de las tribus. Pero escogió el camino de la fraternización. Su caso, sin embargo, es excepcional.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
20 de julio de 2019

Desde una sociedad tan ferozmente pero casi inconscientemente racista como es la colombiana, tan negadora de su propio racismo, se puede uno sorprender de que en los Estados Unidos la acusación más grave que se le hace a su presidente sea la de que es racista. Donald Trump: un personaje tan indigno y repugnante por todos sus aspectos y todas sus esquinas, tanto en lo privado como en lo político. Nos decimos: “¿Racista? ¿Y eso qué tiene de malo? Todos somos más o menos racistas, los de todas las razas. Los negros también. Ah, y los chinos, por supuesto”.

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Y sí, es verdad: los chinos y los negros son racistas. No solo los blancos supremacistas de cucurucho del Ku Klux Klan del profundo Sur de los Estados Unidos; ni solo los promotores ingleses del brexit que no quieren ser confundidos por sus electores ingleses con belgas de Bruselas o con africanos que atraviesan a nado o en patera el canal de la Mancha o el estrecho de Gibraltar; ni los italianos, herederos del cruce de todas las razas y las culturas del viejo mundo mediterráneo, pero que ahora aplauden al ministro Saviani porque quieren ver ahogarse a los libios, a los sirios, a los etíopes, a todos los malditos de la tierra que pretendan alcanzar la Fortaleza Europa. Son militantemente racistas los japoneses; los ya mencionados chinos; los argentinos, que vienen de todas partes; los tibetanos; los colombianos, que durante nuestros dos siglos de independencia no hemos querido permitir que entre aquí nadie extraño a ensuciar la pureza de nuestra colombianidad. Todos los pueblos son naturalmente racistas. El racismo, la xenofobia, el disgusto o aun el odio por el otro, por el diferente, por el que tiene la piel de otro color o viene de otro sitio, es uno de los bajos instintos más extendidos entre la humanidad.

Mandela hubiera podido atizar el justificado rencor de los negros y la rivalidad de las tribus. Pero escogió el camino de la fraternización. Su caso, sin embargo, es excepcional.

Pero los dirigentes políticos y espirituales de esa humanidad, los presidentes de los Estados Unidos y los primeros ministros de Italia o del Japón, los papas y los dalái lamas, que son personas bien informadas, pueden escoger entre fomentar en sus pueblos esos bajos instintos, que son instintos pero son bajos, o intentar controlarlos. El gran líder sudafricano Nelson Mandela, por ejemplo, ese negro oprimido del clan Xhosa de Tembulandia, cuando creció en influencia y en poder político entre sus propias gentes, y en consecuencia fue encarcelado durante 27 años por el poder del apartheid blanco sudafricano, hubiera podido atizar el justificado rencor de los negros, y dentro de los negros del África del Sur la rivalidad entre los distintos clanes de las distintas tribus. Pero escogió el camino contrario: el de la fraternización de clanes y de razas.

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El caso de Mandela, sin embargo, es excepcional. Los dirigentes de pueblos prefieren el camino fácil de apoyarse en los bajos instintos y fomentarlos. Por eso el más grave problema de la globalización es la exacerbación deliberada del racismo. Y más cuando va disfrazado de nacionalismo: es peor Trump cuando se disculpa diciendo que las cuatro mujeres políticas que lo critican son antinorteamericanas que cuando dice que son negras o hispánicas que deben volver a sus países de origen. Así incita a sus huestes a que ataquen en manada a Ilhan Omar, elegida representante a la Cámara por Minnesota, bramando “¡Send her back!” (que la devuelvan a su tierra, que es Somalia). No es más, en apariencia, que una reiteración de la fórmula sobre la que se edificó el poderío de los Estados Unidos: “América para los americanos”. Y es un crimen. 

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