OPINIÓN

Buenos muertos

Mas allá de las contradictorias pasiones políticas que se han suscitado, y de las interpretaciones de lo que Álvaro Uribe dijo o quiso decir, vale la pena una reflexión abstracta sobre la bondad de ciertas muertes

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
3 de mayo de 2018

Si en principio la vida es un bien y la muerte un mal, genera perplejidad que se diga que puede haber buenas muertes. Por supuesto, buenas muertes lo son las de quienes padecen una enfermedad terminal dolorosa, situación que ¡ay! es una posibilidad terrible que nos acecha. Basta, para que el riesgo exista, que estemos vivos. Tiene sentido, pues, aquella plegaria de los creyentes implorando a la divinidad por una buena muerte. Sin dolor, rodeados por quienes nos aman, con tiempo de decir adiós, al final de una vida plena…

Pero no son esas dimensiones personal y familiar de la muerte las que ahora reclaman nuestro interés. Nos conciernen las repercusiones sociales de las muertes que toda la sociedad, o una parte significativa, califica como buenas. Desde esa perspectiva, cabe afirmar que si hay buenos muertos es porque, inexorablemente, hay malos vivos; personas cuya trayectoria vital, ojalá con sólidos motivos, nos parece reprochable. Daré un par de ejemplos que casi no generan debate: Adolfo Hitler y Pablo Escobar son buenos muertos. ¿Pero qué dirían ustedes de Alfonso Cano, o del Padre Camilo Torres que fue ídolo de mi generación y de quien aquí escribe? Imagino cuáles serían las respuestas mayoritarias, pero estoy seguro de que ellas no serían unánimes.

Lo anterior no quiere decir que para emitir ese reproche moral frente a la muerte de alguien carezcamos, por completo, de criterios objetivos. Aunque no tiene valor absoluto, puede decirse que es un elemento válido para calificar como buena la muerte de uno de nuestros semejantes si la ha perdido desafiando las instituciones del Estado. Sin embargo, las posturas que asuman los ciudadanos frente a una categoría especial de delincuentes que fallecen en ejercicio de las armas -los rebeldes políticos- dice mucho de la legitimidad de las instituciones.  Algo va de Noruega, una sociedad dotada de instituciones robustas, a Colombia que, a pesar de sus avances, tiene un trecho largo todavía por recorrer.

Las legislaciones penales, en general, exoneran de responsabilidad a quien da muerte a otro en defensa de su vida y las de los suyos ante una amenaza concreta, inminente y creíble. Esos muertos, son, sin duda, buenos muertos.

Importan también las condiciones de la muerte. Si alguien, cuya trayectoria vital juzgamos repudiable, cae asesinado, calificarlo como buen muerto puede ser entendido como una apología del delito; un implícito respaldo a la “limpieza social”, un fenómeno patológico que en este país hemos padecido. La postura correcta es otra: pedir a las autoridades que combatan con empeño a los criminales; no que hagamos justicia por nuestra propia mano o que aplaudamos a quienes pretenden ejercerla.

Y no menos relevante es la persona que califica como buenas ciertas muertes. Aquellos que gozan del privilegio de influir, con sus palabras y su conducta, sobre vastos sectores de la comunidad están obligados a actuar con exquisita prudencia. Como sus vidas y mensajes constituyen, para muchos, modelos   dignos de imitar, no pueden permitir que las pasiones nublen su entendimiento.

Suele decirse que la vida “es sagrada”, que nunca podemos tomar la del prójimo ni siquiera cuando nos agrede; ante el violento hay que poner la “otra mejilla”. Este pacifismo, de ancestro cristiano y gandhiano, es contrario a la naturaleza humana. Pero la muerte, ya consumada, sí lo es. Frente al cadáver del enemigo deberíamos inclinarnos con respeto. Ante su muerte el postulado ético es la piedad. Para reforzar este paradigma, el Código Penal sanciona la profanación de despojos humanos. Los de todos; los de cualquiera.

Esa actitud de conmiseración no es espontánea. Es el resultado de un esfuerzo, que debe ser incesante, de educación cívica. La conducta instintiva de los seres humanos es otra. En La Ilíada se narra cómo Aquiles, que ha dado a muerte a Héctor y vengado a Patroclo, encuentra consuelo en vejar a su enemigo exánime durante varios días. La Humanidad no es una realidad, es un proyecto en perenne construcción. Cabe albergar alguna esperanza. Al fin de la gran novela fundacional de nuestra cultura, Homero narra que Aquiles y Príamo, padre de Héctor, aunque adversarios, lloran juntos su común desgracia. La funesta Guerra de Troya no ha terminado, pero, al menos, hubo una tregua que podría haber sido preludio -y no fue- de la paz entre aqueos y troyanos.

Briznas poéticas. Homero nos habla desde el fondo de los siglos: “Aquel a quien se le muere un ser amado, como el hermano carnal o el hijo, al fin cesa de llorar y lamentarse; porque las Parcas dieron al hombre un corazón paciente. Más Aquiles, después que quitó al divino Héctor la dulce vida, ata el cadáver al carro y lo arrastra alrededor del túmulo de su compañero querido; y esto ni a aquél le aprovecha, ni es decoroso”.

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