OPINIÓN
Los continentales
Cambiar a un régimen regulatorio eficiente en servicios públicos nos costó un apagón; devolvernos a visiones parcializadas de cómo regular el sector podría costarnos aun más.
Los servicios públicos son indispensables para la vida digna en sociedad. Cuando un hogar carece de agua, alcantarillado o energía, su existencia no solo se complica sino que se vuelve indigna. Una sociedad consciente no puede permitir que haya hogares sin acceso a los servicios públicos.
Estas aseveraciones, desde una declaración de principios, son inobjetables, a riesgo de parecer insensible. Sin embargo, están planteadas desde el porqué y no desde el cómo, con unos rasgos absolutistas que generan en el ilustrado el asomo de desconfianza de quien evita entrar al debate desde una pluralidad de puntos de vista.
Desde la escuela proveniente de la Europa continental, los servicios públicos deben ser tratados como un derecho y no como un servicio que se presta (ellos le llaman mercancía, con el fin de desprestigiarlo). Los exponentes de esta visión consideran que el Estado debe garantizar su prestación universal independientemente de cualquier consideración económica, técnica o jurídica. Para ellos, conceptualmente, el servicio se debe prestar independientemente de que el usuario lo pague o no, de que técnicamente sea compleja la solución o de que exista eficiencia económica en la prestación.
De la visión continental de los servicios públicos decae que los mecanismos de mercado no pueden ser utilizados. Los prestadores de servicios eficientes no merecen recompensados, ni pueden tener un retorno sobre su capital invertido superior, es más, según ellos, generar utilidades con servicios públicos es antiético e inconveniente. Las utilidades de las empresas de servicios públicos son para ellos inaceptables, independientemente de que retribuyan la inversión realizada por los operadores.
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Como conclusión al punto anterior, los exponentes de esta visión concluyen que los servicios públicos deben ser prestados por el Estado, ya que este no tiene como finalidad el lucro. Con esta filosofía es que un grupo de abogados pretéritos pretende hacer modificaciones a la Ley 142 de 1994, que define el régimen de servicios públicos domiciliarios, apoyados en la difícil situación de la prestación de servicio en la costa atlántica y el aumento generalizado de los precios de la energía. Lo peligroso es que han tenido eco en algunos sectores del nuevo gobierno.
La visión continental de los servicios públicos es un gran error. Parte de absolutos y bajo ella se desarrolló una estructura del sector que conllevó al apagón de principios de los noventa y una cobertura absolutamente deficiente en agua y alcantarillado. El esquema actual, basado en incentivos a la eficiencia y regulación independiente de parte de las Comisiones de Regulación de Energía y Gas, de Agua y de Comunicaciones ha permitido aumentar, de 1994 a hoy, llevar la cobertura en energía eléctrica de 76 a 98 % y de 78 a 93 % en agua potable. En telecomunicaciones pasamos de rogar por una línea telefónica a rogar para que dejen de llamarnos a ofrecer planes de datos con llamadas ilimitadas a bajísimo costo.
Bajo el esquema actual de la ley 142, en la cual se premia la eficiencia en la prestación de servicios, la matriz energética que se ha desarrollado desde 1994 es ambientalmente amigable, financieramente eficiente y técnicamente confiable, dependiendo de fuentes diversificadas de generación como la hidroeléctrica, la termoeléctrica y la de energías alternativas.
Se preguntarán los usuarios, entonces, si el sistema funciona tan bien, ¿por qué la prestación del servicio de energía en la Costa Atlántica es un desastre, las tarifas están subiendo y la prestación del servicio es irregular? La respuesta sencilla es que ante el incumplimiento del Estado de sus responsabilidades básicas como la de administrar justicia para garantizar el pago del servicio, es muy difícil que cualquier sistema funcione. El robo de energía en la Costa Atlántica es de magnitudes impensables. Air E, uno de los prestadores del servicio, pierde alrededor de 2.000 millones de pesos diarios por este fenómeno, sin que el sistema judicial sea capaz de ponerlo en cintura. Lo mismo ocurre con Afinia filial de EPM.
Esta incapacidad del Estado y de su sistema judicial hizo que para que estos operadores se le midieran a la prestación del servicio, después de que la debacle de Electricaribe, obtuvieran condiciones contractuales favorables, que no les han exigido niveles de eficiencia. La nueva realidad de EPM, bajo el alcalde Quintero y su nombramiento como gerente al señor Javier Lastra, con una hoja de vida muy cuestionada, tampoco ayudan.
Por otro lado, el precio de la energía en Colombia es similar al de los demás países del mundo y su incremento está alineado con tendencias mundiales. Difícilmente puede argumentarse, como lo hacen los continentales, que hay que intervenir el mercado y acabar con las comisiones de regulación por esta razón. Cambiar a un régimen regulatorio eficiente nos costó un apagón, devolvernos a visiones parcializadas de como regular el sector podría costarnos aún más.