OPINIÓN

La víctimas de la Semana Santa

Reyes y señores feudales, endeudados con prestamistas judíos, encontraban que quemar los judíos, o desterrarlos en nombre de Dios, era mejor que pagarles.

Hugo Palacios Mejía, Hugo Palacios Mejía
14 de abril de 2017

 

La primera de las víctimas, de la primera Semana Santa, es bien conocida. Era un judío joven, pobre de solemnidad y sin entronque alguno con las élites romanas, judías y religiosas de Palestina. Lo conocemos con el nombre de Jesús. Tenía el propósito -o el despropósito- de echar sobre sus hombros todos los pecados del mundo. Y de él se hizo el elogio más alto que puede hacerse de cualquier persona: “Pasó haciendo el bien”. Al parecer, llegó a hacerse muy popular, diciendo y haciendo impertinencias: impidiendo la lapidación de las adúlteras y los negocios en el templo; reprendiendo a los jueces perezosos y venales; y anunciando la llegada inminente del reino de Dios. No conocemos con claridad sus ideas económicas. Sabemos que reprendía a quienes recibían dinero y lo escondían sin trabajarlo. Que no rehusaba comer con los recaudadores de impuesto, ni impedía que las pecadoras le hicieran ofrendas. Y su “teoría del valor”, si alguna tenía, era bien contraria a la de otro judío, Carlos Marx, quien, a diferencia de Jesús, nunca habría entendido porqué los trabajadores de las horas de la tarde deberían recibir la misma paga que los que habían trabajado todo el día. 

 Sabemos, también, que Jesús hizo lo posible por alejarse de la política (“Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”, y “Mi reino no es de este mundo”). Pero no lo logró, porque la política, como Dios, está en todas partes, inclusive en los templos. Y  los sumos sacerdotes de esa época se sintieron amenazados, con razón, por ese joven popular e incómodo, dispuesto a tolerar que se trabajara en sábado; que enseñaba que lo que importa es la pureza del corazón y no la de los alimentos o las manos; y que los desafiaba enviándoles enfermos, una vez curados, para que no se extrañaran de que anduviera diciendo que también podía perdonar pecados. Los sacerdotes, por lo menos esa vez, jugaron en forma magistral sus cartas y, para perderlo, urdieron una red perfecta que incluía al Sanedrín, y a Herodes, y al cobarde prefecto romano, Poncio Pilato. Lo que siguió es un drama de tanta fuerza que contribuyó a moldear, junto con el legado griego, los valores, la cultura, el arte, la arquitectura, la filosofía y la política occidental. Pilatos, como tantos hombres con poder después de él, no tuvo inconveniente en sacrificar al justo para satisfacer a los vociferantes. Y Jesús fue a la muerte, contra su voluntad, seguro de que así servía un designio superior.  Muchos de sus amigos fueron torturados y muertos por el grave delito de andar diciendo que lo habían visto y comido con él después de que su cuerpo desapareció de su tumba. Así terminó la primera Semana Santa.

Jesús dijo que su prédica pacífica traería la espada. Y así ha sido, por desgracia y en buena parte por culpa de la política. La proclamación del cristianismo como religión  oficial del imperio romano no fue pacífica. Ni lo fue el encuentro entre el cristianismo y el proyecto político y religioso de los musulmanes. Los atropellos turcos a los peregrinos que visitaban la tumba de Jesús dieron motivos para la primera cruzada. Y en el mundo musulmán, hasta hace una semana, se sigue asesinando cristianos, en medio de ceremonias religiosas. Pero, en verdad, también los cristianos hemos traicionado el mensaje de Jesús porque hemos perseguido a muchos en su nombre.

Es así como la segunda gran víctima de la primera Semana Santa ha sido por mucho tiempo el pueblo judío. Es cierto que el antisemitismo tiene muchas raíces; un pueblo monoteísta, y que se proclamaba “elegido por Dios”, tenía que despertar rencores desde la antigüedad entre los politeístas y en otras culturas que trazaban su ascendencia hasta algún otro Dios. Pero los cristianos avivamos torpemente esos fuegos. Los primeros relatos describían la participación de judíos en la pasión y muerte de Jesús. ¿Qué más podría haberse dicho en una crónica de eventos ocurridos en Pascua y en Jerusalén?.El evangelio de Mateo añade que los judíos pidieron a Pilatos la crucifixión de Jesús, y que su sangre cayera sobre ellos y sobre sus hijos. Surgió de allí, del bochinche de algunos judíos, la leyenda de que existía todo un pueblo “deicida”, ignorando que Jesús –el hijo de David-, su madre, su padre, su parentela, sus amigos todos, eran judíos. Y surgieron, por lo menos desde la edad media, alentadas por algunos papas, y luego por Lutero, entre otros, las persecuciones contra los judíos. No faltaron los motivos económicos: comerciantes judíos traficaban con esclavos cristianos. Y reyes y señores feudales, endeudados con prestamistas judíos, encontraban que quemar los judíos, o desterrarlos en nombre de Dios, era mejor que pagarles.  

Terminaremos, alguna vez, de enmendar ese error? Hitler nos mostró sus más horribles consecuencias. Pero todavía en Europa y en los Estados Unidos hay quienes profanan los cementerios judíos. Por fortuna, en el mundo cristiano, hemos comenzado a reconocer cómo estuvimos de equivocados. Pío XII, antes de ser pontífice, escribió algunas de las primeras y más claras condenas del nacionalsocialismo; y su conducta en el Vaticano durante la segunda guerra mundial le valió testimonios de gratitud de líderes judíos. En 1965 el Concilio Vaticano II aprobó el documento Nostra Aetate que señaló caminos de encuentro con religiones no católicas. Desde entonces, los papas han seguido esos caminos, sin ambigüedades. Benedicto XVI incorporó a su “Vida de Jesús” diálogos con teólogos judíos. Y Francisco, como Benedicto y como Juan Pablo II, ha orado en las sinagogas  y con los dirigentes religiosos de los judíos. Quizás de esta manera la Semana Santa deje por siempre de ser ocasión de nuevas víctimas, y sirva más para recordar que Jesús, la primera de ellas, vino a salvarnos de la terrible idea del mundo antiguo, en donde los dioses, y Dios, tenían entre sus oficios el de estar cobrando venganzas. 

 

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