OPINIÓN

Los reyes del asfalto

Recordé la forma como muchos taxistas se pasan por la faja las normas de tránsito y la manera agresiva como reaccionan cuando alguien osa increparlos.

María Jimena Duzán
19 de septiembre de 2009

El jueves pasado a eso de las 6 de la tarde, en compañía de una de mis hijas, tomé un taxi en la 72 con primera, en el ya denso e intransitable barrio Rosales de Bogotá. El taxi era uno de esos Hyundais miniaturas con que han ido reemplazando de un tiempo para acá la flota de taxis Mazda, bastante más espaciosos y con algo más de cuerpo que estos taxis mineteros -también les dicen 'zapaticos'-, de hoy día.

El taxista, no llegaba a los 25 años y era uno de esos que les gusta andar por las calles de Bogotá con la radio y el radio teléfono a todo volumen, como si ese fuese el ambiente natural y propicio para conducir un taxi en esta selva de asfalto en la que sin duda el taxista es el rey.

Recuerdo que de la mejor forma -a los reyes del asfalto ya casi no se les puede exigir nada porque lo bajan a uno del carro-, le pedí que le bajara el volumen de la radio y del radio teléfono pero sólo accedió a reducir levemente el volumen de la radio. Por la forma abrupta como arrancó me di cuenta de que el volumen de la música y de todos los aparatos electrónicos que tenía en su cabina era directamente proporcional a su pasión por la velocidad. Por un momento estuve tentada a bajarme del carro, pero confieso que no lo hice porque tenía afán de llegar a la cita. Sometidos como estamos a la camisa de fuerza del pico y placa, los bogotanos no nos podemos dar el lujo de bajarnos de un taxi a esas horas porque lo más probable es que no encontremos ninguno libre. Ellos, los taxistas, saben que estamos en sus manos y que a esas horas de gran congestión, si uno se monta en un taxi, es casi un favor que ellos nos hacen, el cual hay que agradecer con resignación.

Logramos esquivar milagrosamente un primer carro rojo, a la altura de la 72 con cuarta, debido a que el taxi se había volado un pare. A los dos minutos quiso hacer lo mismo -a la altura de la quinta- y un carro negro que venía por esa vía nos alcanzó a golpear en la parte de atrás, donde íbamos nosotras. El endeble taxi se dobló como una hoja y se volcó. En cosa de un segundo casi perdemos la vida los que íbamos en el taxi y dos peatones que se salvaron milagrosamente de morir aplastados.

Ya en la clínica, cuando nos iban a dar de alta, me preguntó el policía si yo quería poner una querella en la Fiscalía contra el taxista y yo le respondí que no, pero que lo que sí quería era hablar con el conductor para ver qué tenía que decirnos. Para mi sorpresa, el taxista no tenía que decirnos nada. Ni siquiera se disculpó. "No hice nada incorrecto", me dijo, y me volteó la cara con esa suficiencia que han ido esculpiendo estos reyezuelos del asfalto.

Fue entonces cuando pensé en el taxista que atropelló hace unos días a una estudiante en la séptima y que se voló de manera cobarde. El mismo que alcanzó a lavar el carro para desaparecer las huellas que lo incriminaban y que fue capturado y liberado a los pocos días, gracias a una batería de abogados que los escoltan, y a unas leyes que protegen sus desafueros; pensé en la cantidad de veces que me he bajado de un taxi porque este no quiere reducir la velocidad y recordé la forma olímpica con que muchos de ellos se pasan por la faja las normas de tránsito y en la manera agresiva como reaccionan cuando alguien con agallas osa increparlos. "¿Acaso estas calles son suyas?", es la respuesta menos agresiva que sale de sus labios. Según el policía de tránsito que nos atendió en el accidente, en cerca del 70 por ciento de los accidentes que suceden diariamente en la ciudad de Bogotá está involucrado un taxista. Para no hablar de la forma como estos carros, que prestan un servicio público, se toman los espacios urbanos convirtiéndolos en sus muladares sin que nadie ni las autoridades policiales les digan nada. Hasta para defenderse de la delincuencia han creado sus propias leyes, gracias a una red interna que funciona como una suerte de para-policía, concebida para aplicar la justicia por sus propias manos.

Ya va siendo hora de que los ciudadanos reaccionemos y les exijamos a estos reyezuelos del asfalto algo más de respeto por la vida y por las normas urbanas de convivencia. Sólo me asalta un temor: el de que ese taxista que casi nos mata pueda estar hoy de nuevo conduciendo otro taxi por las calles de Bogotá. ¿Cuáles serán sus próximas víctimas?.

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