OPINIÓN
El ocio como política pública
Es triste que la ansiedad y el arribismo sean los principales motores de crecimiento y bienestar de una sociedad. Es al menos paradójico.
Una de las políticas más sencillas que podría adelantar el gobierno para incrementar el bienestar del país es la de incentivar el ocio.
El ocio, lo que los franceses llaman loisir, es un concepto distinto a la desidia. El ocio conlleva hacer, pero un hacer sin esfuerzo, sin pretensión de resultado, sin objeto de acumulación económica.
Lo que propongo es convertir la línea de pensamiento de Montaigne y Bertrand Russell, defensores del ocio, en una teoría económica dialécticamente afín y contraria al capitalismo. Afín, porque promueve el bienestar; contraria, porque lo hace sin ansiedad y angustia.
No es fácil cultivar el ocio, porque ese ocio que llena la vida, a diferencia de la desidia, está lleno de gustos adquiridos, no inherentes al individuo. El aprender a oír música, el aprender a leer, el aprender a querer la naturaleza son placeres que requieren una cierta educación, pero que una vez adquiridos generan un placer infinito, prácticamente sin costo alguno.
El objeto de la política económica tradicional es generar un mayor ingreso. En la medida en que esto se logre, la gente podrá consumir más de aquello que desea, y sobre el débil paradigma de que más es mejor que menos, la gente será más feliz; tendrá mayor bienestar. Los gobiernos poco tratan de afectar los gustos; se limitan, con poca imaginación, a incrementar los ingresos.
Si los gustos de las personas cambiaran y se distanciaran del consumo aspiracional, sustituyendo este por placeres como la lectura, la música o la naturaleza, una sociedad con menos ingresos podría consumir más de aquello que le genera placer, llevando su nivel de bienestar a un nivel superior al de una sociedad con mayores ingresos pero proclive al consumo conspicuo. El objeto de la economía es generar bienestar, no riqueza. En una forma torpe la política económica ha asimilado dos conceptos que poco o nada tienen que ver.
¿Quién determina qué le gusta a una sociedad? ¿Cada individuo nace con una impronta genética que le define sus gustos? O, ¿estos están determinados por la educación y el entorno? En la medida en que lo válido sea lo último, lo que planteo es que el gobierno sea un agente más en la competencia por generar opciones de bienestar.
Como debe haber pleno derecho a que alguien considere que solo se puede ser feliz comprando tal tipo de carteras y pasando vacaciones en tales islas de la Polinesia, es válido que alguien ideológicamente se lance a promover el leer, la música y la naturaleza. Poco se promocionan estas opciones, por ser fuentes de bienestar mas no de riqueza.
Dejemos que el consumidor decida y conforme sus gustos, pero no le demos el monopolio de diseñar opciones de bienestar a un sector privado ávido de inducir un consumo insaciable y, por ende, de eterna insatisfacción. Es triste que la ansiedad y el arribismo sean los principales motores de crecimiento y bienestar de una sociedad. Es al menos paradójico.
Estoy consciente de que esta es una idea fácil de caricaturizar asimilándola a un modelo soviético de imposición de preferencias; a una reencarnación velada de la Revolución Cultural china, o, para los mas benévolos, a una forma sutil de despotismo ilustrado. Las caricaturas son tristes argumentos. No estoy proponiendo que el gobierno imponga los gustos de los ciudadanos; estoy planteando que compita en influirlos. Los gobiernos son ideológicos y, por ello, tienen una concepción ética de sociedad; una concepción de bienestar.
La ortodoxia capitalista y aún la liberal, probablemente, dirían que lo que estoy planteando es una intromisión del Estado en esa esencia sagrada que es la individualidad. Falso. Tan solo estoy proponiendo que el gobierno genere opciones distintas de bienestar a una sociedad que lo eligió para que la dirigiera. Si algo nunca debió haber sido privatizado es el rol de los agentes que influyen sobre la concepción de bienestar de una sociedad.