OPINIÓN
Cuando el M-19 iba a gobernar a Colombia
La experiencia de esa guerrilla demuestra que la política sin armas es a otro precio. Una lección de historia para tanto las FARC como sus detractores.
Según resalta la maravillosa cuenta de Twitter @colombia_hist, en 1981 se decidió que la historia patria no debía ser parte de la formación de los colombianos. Parece de Perogrullo, pero las naciones necesitan conocer de su pasado no sólo para no repetir los errores- como reza la frase cliché- sino más bien para entender su presente. Cuando un país renuncia a debatir en las aulas lo sucedido, porque “la historia no representa valor productivo en la vida”, termina rehén de la coyuntura. Comprender la historia nos otorga perspectiva, convierte en relativo verdades absolutas. Puede servir como aliciente para calmar aguas turbulentas. Es la sabiduría de la experiencia ante la impetuosidad de la juventud. Es la capacidad de distinguir entre la histeria momentánea – “el mundo de se va acabar”- y la realidad de que casi siempre las exhortaciones terroríficas nunca se cumplen.
Hoy en Colombia, crecen las voces de alarma sobre la implementación del acuerdo entre el gobierno del presidente Juan Manuel Santos y las FARC. En la opinión de un importante sector de la sociedad colombiana, a las FARC les han otorgado gabelas nunca antes vistas. Pululan trinos sobre cómo es posible que a 7.000 terroristas, derrotados en el campo de batalla, le estemos dando sueldo, trabajo, impunidad y participación política. Otros cuestionan que se entregue apenas un arma por guerrillero y que sea una incógnita el número de caletas que las FARC hayan identificado para ser desenterradas y destruidas por las Naciones Unidas. Comparto esa indignación, mas no la visión apocalíptica.
La historia reciente no favorece a las FARC. Comparado con la otra organización guerrillera que negoció con el Estado- el M-19-, a alias “Timochenko” y alias “Iván Márquez” les fue como los perros en misa. Al momento de desmovilizarse hace 27 años, el M-19 tenía 700 miembros y una presencia precaria en algunas regiones del país. Era, para la opinión pública de la época, el único responsable, del holocausto del Palacio de Justicia. Y eran constantes las referencias periodísticas sobre una presunta financiación del Cartel de Medellín de esa toma. El M-19 utilizó el secuestro de Álvaro Gómez como herramienta de presión contra el gobierno del presidente Virgilio Barco. Las FARC imitarían infructuosamente esa práctica años después con Ingrid Betancourt y otros políticos.
El 8 de marzo de 1990 el M-19 entregó sólo 280 armas, menos de la mitad por militante, y cero caletas. Se le permitió participar en la elección presidencial en mayo y tuvieron acceso a la televisión pública para hacer propaganda política. El 7 de agosto, Antonio Navarro, comandante en jefe del M-19, se posesionó como ministro de Salud. Luego renunció para encabezar la lista del M-19 a la Asamblea Constituyente, una elección que violaba flagrantemente la Constitución de 1886, y que había sido autorizada por la Corte Suprema en una cuestionable sentencia.
Sólo votaron 3.7 millones de colombianos frente a los 7.6 millones que habían sufragado en los comicios legislativos de marzo 1990. Con 992.000 votos, el M-19 se quedó con una tercera parte de una asamblea que cambiaría toda la constitución de Colombia. Menos de un año después de dejar oficialmente las armas, Navarro sería consagrado como copresidente de la Constituyente.
Varios jefes guerrilleros fueron nombrados en cargos diplomáticos, la mayoría en las apetecidas embajadas de Europa. A la tropa se le obsequió taxis y ayuda económica. Todos se beneficiaron con una amplia amnistía. Y cuando un juez de orden público en 1992 llamó a juicio a Navarro y otros 25 dirigentes del M-19 por el Palacio de Justicia, el Congreso aprobó una proposición del senador Álvaro Uribe Vélez en defensa de “quienes se han reintegrado a la vida constitucional”. Fue clave para garantizar la impunidad total de los integrantes del M-19.
A pesar de todas esas ventajas, sin embargo, el M-19 nunca logró convertirse en una fuerza nacional. En las elecciones al Congreso de octubre 1991, su número de votos cayó a la mitad de lo que recibió para la Asamblea 10 meses antes. En marzo de 1998, menos de ocho años después de irrumpir como movimiento político, no fueron capaces de elegir un solo senador.
En 2018, las FARC tendrán cinco senadores (el M-19 tuvo máximo 9) y cinco representantes (el M-19, 13). Incluso si las FARC lograran quedarse con las 16 curules de las circunscripciones especiales en la Cámara, seguirían de minoría.
Cuando los del M-19 depusieron sus armas, existía cierto aprecio por esa guerrilla en sectores urbanos y por su jefe carismático Carlos Pizarro. Las FARC, no. Los años de terror del M-19 fueron relativamente cortos y concentrados. No sólo hay víctimas de las FARC en los 32 departamentos y el distrito capital de Bogotá sino nietos cuyos abuelos sufrieron la barbarie guerrillera.
Las FARC arrancan con serias desventajas frente al escenario que afrontó el M-19. Por eso soy poco optimista sobre su éxito político y electoral. Ahí radica lo bonito del estudio de historia: la perspectiva.
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