Opinión
Magnolias de acero
Cuando el presidente lanza la idea de que ahora ya no se acabarán las EPS, sino que se transformarán en “pólizas de seguros voluntarios para clases medias”, siento un inmenso escalofrío y Magnolia viene a mi mente.
Es difícil que los médicos olvidemos nuestro primer paciente que fallece. En mi caso, se llamaba Magnolia, tenía ojos negros expresivos con mirada siempre profunda e inquisitiva. Transcurría mi práctica clínica como estudiante de medicina. Fue mi paciente durante los tres meses. Vi cómo adelgazaba cada día, acompañé su dolor y frecuentes convulsiones admirando su entereza, que parecía de acero, así como sus ganas de vivir.
Desafortunadamente el diagnóstico le llegó tarde. Transcurrían los años ochenta y era una paciente de los servicios que llamábamos “de caridad”.
El hospital en ese momento no disponía de la tecnología que hubiese permitido un diagnóstico temprano, los pacientes “de caridad” no tenían un seguro que los respaldara, por tanto, los procedimientos costosos se tenían que hacer fuera de la institución. Se debía transitar un largo e incierto proceso de aprobación en el Servicio Seccional de Salud. La aprobación del procedimiento nunca llegó.
Como me gustaba la neumología, decidí buscar mi internado en la institución pública que atendía en Bogotá las enfermedades de los pulmones.
Nunca olvidaré la oscuridad y sordidez de esos largos pabellones llenos de pacientes tuberculosos. Montones de hombres tosiendo espasmódicamente, apilados y conectados a grandes y pesadas “balas” de oxígeno. La justificación para mantenerlos en larga estancia era asegurarse que se les dispensara los medicamentos, que se debían administrar por meses. Si se iban a sus casas ninguna entidad garantizaría su entrega.
También recuerdo mi práctica de neumología infantil y cómo la mayoría de los niños con fibrosis quística, una enfermedad huérfana, estaban condenados a morir porque los nuevos tratamientos no estaban disponibles en Colombia. Éramos un país con muy limitada capacidad terapéutica y baja demanda, lo cual reducía el interés de parte de la industria farmacéutica multinacional de proveer terapias innovadoras, pero tampoco se disponía de un presupuesto para adquirirlas. Esas enfermedades no eran huérfanas, simplemente no existían.
Bien diferente es el entorno en que se forman hoy los estudiantes de medicina. Esos mismos hospitales, donde hice mis rondas como estudiante, son completamente diferentes. Los pabellones antituberculosos ya no existen porque los sistemas logísticos para la disposición de medicamentos cubren todo el país y tienen cómo llegar a cada colombiano.
Pero lo más importante es que ya no hay hospitales de caridad porque tampoco existe dicha categoría para la atención médica en nuestro sistema de salud. La sobrevida de los niños con fibrosis quística les permite hoy, a la mayoría, llegar a la vida adulta gracias al acceso a los antibióticos y enzimas de última generación. Los hospitales que no se adaptaron al esquema de competencia desaparecieron.
Ya los pacientes no cargan las pesadas balas de oxígeno porque hay posibilidad de acceder a concentradores de oxígeno –están incluidos en el plan de beneficios– y miles de compatriotas con enfermedad pulmonar crónica o los pocos con tuberculosis que aún sufren insuficiencia respiratoria tienen acceso a ellos. Hoy sabemos que todos tenemos el mismo derecho a la salud y en caso necesario contamos con la tutela.
Durante la pandemia tuvimos acceso equitativo a los servicios y vacunas, muy a pesar de los deseos y fútiles motivaciones políticas de nuestro actual presidente por desacreditar esos logros. Los colombianos fueron tratados en clínicas y hospitales durante la pandemia gracias al mayor esfuerzo histórico de nuestro sistema de salud, y todo con el mayor respeto. Eso no se olvida.
Sin embargo, la mayoría de los médicos que hoy ejercen su profesión y especialidades no tuvieron contacto alguno con ese inequitativo sistema de salud que terminó la Ley 100 en 1993. Y no es que las nuevas tecnologías hayan impulsado el acceso a los servicios.
Hoy en países muy cercanos, ese tipo de práctica médica discriminatoria aún subsiste. Nuestras nuevas generaciones de médicos, incluida nuestra ministra, fueron formados odiando la Ley 100. Inducidos por viejos profesores nostálgicos de una práctica privada, que efectivamente mató la Ley 100, pero que escondía debajo del tapete una profunda discriminación hacia los más pobres. En mi caso, me hizo tomar la decisión en 1986 de no ejercer una medicina clínica que sentía inequitativa y orientar mi vida profesional a la salud pública.
Nada se mueve en el universo sin alguna energía que venza la resistencia al cambio. En nuestro sistema de salud esa fuerza ha sido el aseguramiento. El aseguramiento ha permitido la reorganización completa del sistema, orientando la financiación hacia un objetivo central que es el acceso equitativo de los 51 millones de colombianos.
A través de modelos competitivos e incentivos económicos, ha modelado las instituciones haciéndolas más eficientes. Sí es la economía, y son los incentivos de mercado.
Esos incentivos han llegado a las EPS, pero también a los hospitales que gracias a esos beneficios se ha transformado nuestra red hospitalaria terciaria en la más moderna y eficiente de Latinoamérica. Pero también ha beneficiado a los médicos y trabajadores de la salud en lo que más les importa, que es el acceso de sus pacientes a los tratamientos que requieren.
Hoy nuestro plan de beneficios cubre el 97 % de los procedimientos médicos y el 94 % de los medicamentos que puedan requerir los colombianos. Y hay mucho por mejorar.
Probablemente muchos de nuestros médicos especialistas no hayan logrado, ni lograrán, el sueño de la práctica privada de sus profesores. Pero también es cierto que hemos podido absorber una fuerza laboral de médicos y enfermeras jóvenes que se ha multiplicado por cinco en los últimos 30 años. Y hay que trabajar para mejorar sus condiciones laborales.
Cuando el presidente lanza la idea de que ahora ya no se acabarán las EPS, sino que se transformarán en “pólizas de seguros voluntarios para clases medias”, siento un inmenso escalofrío y Magnolia viene a mi mente. ¿O sea que volveremos a una medicina diferenciada con aseguramiento para los más pudientes y condenaremos de nuevo a los pobres a las inmensas limitaciones de nuestros hospitales públicos? Es claro ese mensaje.
Un segundo pensamiento me dice que eso no sería posible después del acceso logrado por los afiliados al régimen subsidiado y el aprecio que nuestros sectores populares sienten por el Sisbén. Pero un nuevo escalofrío me indica que el fundamentalismo da para todo.
Ya en Latinoamérica tenemos el siniestro caso de Andrés Manuel López Obrador, quien en un arranque de antipatía por lo hecho por sus predecesores acabó el Seguro Popular Mexicano y condenó a 51 millones de pobres mexicanos a deambular sin servicios después de un fiasco llamado Instituto de Salud para el Bienestar (Insabi), con el cual pretendió manejar todo desde un modelo público sin el más mínimo sustento técnico.
Millones de Magnolias de acero llenarán de nuevo las urgencias de nuestros hospitales y las prácticas clínicas de nuestros noveles médicos, si un poco de sentido común y sensibilidad social no ilumina, en los próximos meses, las mentes y corazones de nuestros gobernantes.