Opinión
Mariana Mazzucato
Esta célebre economista ha sido elegida, quizás sin saberlo, como hada madrina del Gobierno.
En su discurso de posesión del Presidente Petro, el senador Barreras, quien con tanta solvencia ha concluido su viaje intelectual desde el neoliberalismo al neopetrismo, de pasada mencionó su nombre. Aquel no aludió a ella en su discurso ante los afiliados de la ANDI, aunque fue evidente que sus ideas sirvieron de inspiración a unas propuestas que, según se sabe, dejaron a los asistentes muy preocupados. Mala noticia para el clima de inversión.
La teoría económica moderna, desde Adam Smith en adelante, fue elaborada pensando en los países en los cuales tuvo origen el capitalismo y la revolución industrial. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, inicialmente bajo los auspicios del Banco Mundial, tuvo comienzo la reflexión sobre las políticas necesarias para lograr que los países atrasados superaran esa condición.
Esos esfuerzos pioneros fueron complementados con la creación, en 1948, de la Cepal, un organismo de Naciones Unidas dedicado a reflexionar sobre los problemas del desarrollo económico en América Latina y el Caribe. Los bancos regionales de desarrollo, que vinieron después, continuaron esa tarea, a la que se suman, en nuestro país, varias facultades de economía de buen nivel, y Fedesarrollo, un centro de estudios que goza de alto reconocimiento internacional.
Algunos de los temas que en sus libros discute Mazzucato son relevantes en Estados Unidos, Gran Bretaña y otros países avanzados, pero resultan ajenos para países como el nuestro. Otros, de naturaleza abstracta, los aborda desde una postura heterodoxa y francamente minoritaria. Pasarán años antes de que sus propuestas se conviertan en políticas económicas de general aceptación, lo cual, por supuesto, no está para nada garantizado.
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En “El valor de las cosas”, la distinguida economista retoma una discusión que abordaron los economistas clásicos -Smith, Ricardo, Marx-: si los bienes y servicios que se producen tienen o no un valor intrínseco. Estuvieron de acuerdo en que así ocurre, aunque jamás lograron un consenso sobre la atribución de valor a unas determinadas actividades. A veces creyeron que la generación de riqueza es función del comercio; otras, del agro o de la industria. Todo aquello que careciera de esa cualidad, sería mero extractivismo. El principal candidato para encarnar esa hórrida categoría ha sido, desde la Edad Media, el sector financiero.
Estas discrepancias sobre el valor vino a despejarlas, a fines del siglo XIX, Alfred Marshal: el valor de las cosas -la fuente de la riqueza colectiva- está dada por el precio que se forma, en condiciones de competencia adecuadas, en el mercado; precio y valor son, entonces, una y la misma cosa. Una consecuencia obvia es que los empresarios quiebran cuando no logran recuperar en el mercado los costos y gastos de producción.
Volver al pasado, como lo pretende Mazzucato, tiene dos consecuencias importantes. La primera, el Estado debe dirigir la economía para impulsar los sectores que sí aportan valor y controlar a aquellos que no lo hacen, o cuyo papel es, apenas, de apoyo. La segunda, como la equivalencia entre valor y precio es el punto de partida para la medición del producto interno bruto, PIB, (el valor que en una economía cualquiera se añade en un lapso temporal), habría que modificar el consenso mundial existente sobre la forma de su medición, una indudable utopía.
Si la estructura del PIB no debe ser el resultado de las fuerzas del mercado, el sector financiero, que, según su punto de vista, nada aporta a la riqueza común, tendría que ser reducido de tamaño y regulado de modo estricto para evitar que cometa abusos. Tomar sus ideas en esta materia sin beneficio de inventario sería una estupidez. Mientras el peso de la banca es del 216 % del PIB en Estados Unidos, en nuestro caso es del 55 %; estas diferencias de tamaño deben ser tenidas en cuenta. Demos por cierto que la crisis financiera de 2008 en ese país obedeció a deficiencias regulatorias, y que sus costos fueron socializados. Por el contrario, el sector financiero colombiano está sometido a regulación y supervisión estrictas; los recursos estatales para afrontar la crisis del Upac en 1999 fueron recuperados por el gobierno.
Supongamos que Mazzucato tiene razón cuando dice que las industrias aeronáutica, informática y de medicamentos de Estados Unidos se han apropiado, sin pagar por ellas, de enormes inversiones realizadas por su gobierno. Por este motivo, el Estado federal debería invertir directamente en esas industrias o, alternativamente, cobrar por los aportes financieros que realiza. Tal vez tenga razón. Sin embargo, ese no es nuestro problema: la inversión pública en investigación ha sido mínima; carecemos, además, de recursos financieros para convertir al gobierno en un actor importante en el sector industrial.
Aquí hemos tenido empresas estatales monopólicas que destruyeron valor antes que crearlo, tales como el Seguro Social, Paz del Río, Caja Agraria, Puertos de Colombia, Instituto de Fomento Industrial, Flota Mercante, Idema, Bancafé, que, por fortuna, fueron en su momento liquidadas. Dar marcha atrás sería un error garrafal, como, por ejemplo, lo sería la creación de un ente público para la comercialización de alimentos que ha propuesto el gobierno. James Buchanan, que no se ganó el premio nobel de economía de 1986 en una rifa, nos enseñó que si bien hay fallas de mercado, que el gobierno debe corregir, también existen fallas en la intervención estatal por razones tales como impericia, corrupción, insuficiencia de capital, obsolescencia, etc. Es preciso evitar ambos peligros.
Los pensadores económicos que debemos atender son los que se ocupan de los problemas de países como el nuestro, tales como la pobreza, la informalidad, la baja competitividad, la limitada capacidad para absorber nuevas tecnologías. Gastarle más tiempo a Mazzucato nos puede extraviar la mente, como dicen que le pasó en el siglo XVI a un hidalgo Manchego, cuyo nombre ustedes deben recordar. Presidente Petro: pida ayuda a los bancos de desarrollo, a la Nacional, Andes, Externado, Antioquia o Fedesarrollo. Mucho le serviría.
Briznas poéticas. Dice Ana Blandiana: “Los padres siempre hacen todo por nosotros: / Nos traen al mundo y nos ayudan a crecer más que ellos, / Luego, se quedan en un plano discreto / Y en general no nos molestan. / Les avergüenza ser demasiado viejos, estar demasiado / enfermos. / Ser demasiado modestos y demasiado simples como padres, / Se sienten culpables por el tiempo perdido. / Y nos miran obedientes y en silencio”.