Más ciudades y ciudadanos
Colombia ha vivido un intenso pero particular proceso de urbanización que lo separa de la mayoría de países de América Latina. Este será el siglo de la Costa Atlántica.
Adiferencia de otros paises latinoamericanos, donde la urbanización ha sido más pausada, las ciudades colombianas son las que han presentado modificaciones más contrastantes en el último siglo. La transición de la población rural a urbana ha sido intensa, comparada con aquella experimentada por los vecinos. Si en 1900 menos del 10 por ciento de la población era urbana y en 1930 ascendía al 30 por ciento, en el último censo de 1993 se encontró que un poco más del 70 por ciento habitaba en cabeceras municipales y se espera que en 2030 el 80 por ciento sea urbana, algo similar a lo que presentan los países desarrollados.
La responsable de estas migraciones fue inicialmente la economía exportadora y luego la industrialización, iniciada a partir de las políticas de sustitución de importaciones en los años 30. Pero fueron las diferencias de la productividad y los salarios los que se convirtieron en incentivos para los flujos migratorios al ser las ciudades más intensivas en capital y, por lo tanto, el trabajo urbano más productivo que el rural.
Además de la economía capitalista, también los cambios tecnológicos vividos en el siglo XX permitieron consolidar esta transformación. En primer lugar, el desarrollo de los sistemas de evacuación de aguas servidas y el tratamiento y distribución del agua potable, que en Colombia se inicia en los años 20, explican que las ciudades dejen de ser deficitarias en su crecimiento poblacional, lo que generaba que, hasta esos años, la mortalidad en las ciudades grandes fuese mayor que la de las pequeñas, haciéndolas depender de las migraciones como única vía para crecer. Segundo, la modernización del transporte terrestre, representada en la introducción de ferrocarriles y carreteras, facilitó el traslado de gentes a las ciudades. Por supuesto que las distintas violencias también han aportado en el vaciado del campo y el llenado de las ciudades, así como también la modernización agropecuaria que se sucede después de 1950.
Sin embargo no sólo se trató de un proceso de migración campo-ciudad. Este cambio, de por sí importante, estuvo acompañado de profundas modificaciones en las primacías urbanas. El siglo XX se inició con la existencia de una red urbana basada en la economía cafetera, que hacía que municipios como Andes, Fredonia, Abejorral, Manizales, Aguadas, El Líbano, Calarcá, Sonsón, fueran de los más poblados en Colombia en razón a sus grandes cafetales. En las primeras décadas del siglo pasado la economía cafetera se convertía en causal del crecimiento de la red urbana en la cordillera Central en detrimento de la que había existido, por cerca de 400 años, en la cordillera Oriental.
Cuadricefalia
Sin embargo, en nuestro país la economía exportadora no produjo la concentración de la población en un solo centro, como fue la tendencia general en América Latina. En efecto, cuando la industria se convirtió en el motor de la economía, cuando dejó de ser un resultado derivado de la expansión de la economía exportadora, nuestra red urbana no presentó la tendencia general latinoamericana, como fue la de desarrollar el fenómeno de la 'macrocefalia' urbana, sino que nuestra urbanización se manifestó bajo la forma de la 'cuadricefalia': en vez de un solo centro tenemos cuatro.
El contraste es grande si nos comparamos con países como Argentina, en la que en su capital se encuentran gran parte de su economía y su población, así como en Chile, Uruguay, Paraguay, Perú, Cuba, entre otros, donde, la imagen de la 'macrocefalia' permite representar unas estructuras de cuerpos pequeños con cabezas grandes. En nuestro caso, si bien contamos con una metrópoli de carácter nacional, como es Bogotá, el sistema urbano descansa sobre metrópolis regionales, como Barranquilla, Cali y Medellín, que actúan como centros de regiones. Es interesante encontrar que cada una de estas ciudades colonizan sus regiones con sus propias culturas de masas, de cierta manera independientes de la capital.
Una razón para explicar esta diversidad de epicentros urbanos ha sido la dispersión en el espacio de los recursos naturales. No hemos contado con especializaciones regionales y, sólo hasta hace dos décadas, la economía presentaba la estructura de 'archipiélago', donde cada economía regional tendía a la autosuficiencia, lo que permitió la construcción de una amplia red de ciudades intermedias, con sus economías, culturas y élites claramente diferenciadas.
Todo esto se convirtió en un seguro que protegió al país de la concentración del desarrollo urbano en una sola ciudad. Cada una de las cuatro metrópolis es el centro de una región económica de tamaño diverso, desarrollo económico específico y redes urbanas propias.
Así, si bien Bogotá ocupa el rango de ser la ciudad primada, ésta es relativamente débil frente a una malla urbana que sigue siendo fuerte. Es notorio el crecimiento de la población de la capital, que pasó de ser el 5,4 por ciento de la población nacional en 1951 al 17,6 por ciento en 1993, pero todavía se encuentra que las cuatro metrópolis encabezan redes de unas 80 ciudades clasificadas como municipios urbanos mayores e intermedios. No hay que olvidar que el relativo equilibrio de la red urbana oculta el centralismo administrativo, financiero, de dotación de servicios públicos y educativos que ejerce Bogotá y que los esfuerzos legislativos por lograr un reordenamiento territorial que introduzca nuevos equilibrios, que la Constitución de 1991 permite, están lejos de solucionar.
El crecimiento acelerado de las ciudades, si bien produjo más habitantes urbanos, esto no estuvo acompañado necesariamente de un desarrollo de la ciudadanía. Se produjeron grandes ciudades en lo físico y se solucionaron buena parte de los problemas de infraestructura urbana que este crecimiento exigió, pero pagando un alto precio en cultura política. Es decir, avanzamos en urbanismo y no lo hicimos en política. Esta urbanización se adelantó sin un acompañamiento adecuado del Estado, ausencia de la cual se derivó una relación confusa y difícil entre lo público y lo privado, sin que la racionalidad pública lograra modelar el desarrollo urbano.
Las ciudades se convirtieron en instrumentos de acumulación de capital de la especulación privada y el Estado fue a la zaga de las dinámicas que de esta lógica se derivaba. Si una característica de la ciudad es la de servir de instrumento de educación, en nuestro caso la intersección urbana entre lo público y lo privado ha estado a favor de lo segundo, en contravía con los principios modernos.
Es por ello que en la urbanización que vivimos durante el siglo XX el espacio público sufrió una atrofia constante. Al respecto es conveniente aclarar que éste, representado en las calles, plazas y andenes, es apenas la expresión visible de una dimensión que incluye la toma de decisiones políticas. Por lo tanto la privatización del espacio público, en todas sus expresiones, ha implicado una profunda reducción de la gobernabilidad de las ciudades y en gran parte ha reducido la gestión pública a la solución de problemas de accesibilidad a servicios públicos y relegando la búsqueda del bien común a niveles secundarios.
Cultura ciudadana
En este sentido lo que ha acontecido en Bogotá en la última década, y en menor grado en algunas otras ciudades, representa un profundo cambio de la dinámica urbana que hemos descrito. Los esfuerzos que desde el Estado local se han realizado por calificar la cultura ciudadana han obtenido significativos resultados, en parte por la oportunidad de las propuestas y en parte por los cambios que se han presentado en varias ciudades. Este es el caso de Bogotá, donde desde el censo de 1985 son más los bogotanos de nacimiento los que la habitan que los migrantes. Este hecho demográfico ha permitido el renacer de sentimientos de identidad y pertenencia, que son fundamentales para comprender los cambios en el comportamiento de los bogotanos con su ciudad.
Así mismo, la amplia solución de las deficiencias en infraestructura de servicios ha implicado transformaciones sustanciales en la vida material en el interior de los hogares, ofreciendo mayor tiempo libre, en especial para las mujeres, así como mejores posibilidades educativas, condiciones que permiten comprender el surgimiento de nuevas sensibilidades urbanas.
De otra parte, el mejoramiento de las comunicaciones provoca mayores posibilidades de comparar las ofertas urbanas propias con las ajenas. Todos estos elementos se han constituido en factores que permiten comprender que, desde mediados de la década de los 80, algunas ciudades se han convertido en escenarios de transformaciones del espacio público en razón de las mayores posibilidades que sus ciudadanos encuentran para ejercer sus derechos.
Es comprensible que estos cambios positivos se estén dando en aquellas ciudades donde se han solucionado buena parte de los problemas de servicios públicos. Esto ha sido posible por la reducción de las tasas de crecimiento, como también por el mejoramiento del contexto político que hemos señalado. En ciudades como Bogotá se pasó de tasas de crecimiento poblacional cercanas al 7 por ciento anual a ritmos de crecimiento un poco superiores al 2 por ciento anual. Si bien la intensidad del crecimiento se ha reducido, no hay que olvidar que se está hablando de la agregación de cerca de 150.000 habitantes anuales, lo que significa que en una década Bogotá crece lo equivalente a una Barranquilla.
Los nuevos escenarios urbanos presentan reducciones en el crecimiento de las cuatro metrópolis ?Bogotá, Barranquilla, Cali y Medellín?, y crecimiento acelerado en las ciudades intermedias. Este es el caso de Barrancabermeja, Montería, Villavicencio, entre otras, que registran similares crecimientos a los vividos por las grandes ciudades hace cuatro décadas. Este panorama, de por sí grave, se complica aún más si observamos que allí se están reproduciendo las historias urbanas que ya se han superado en las metrópolis: la pérdida del espacio público, triunfo de los intereses privados y el abandono del bien común.
Los nuevos escenarios
Si en el pasado el motor de la urbanización fue el proceso de industrialización ahora la apertura económica, al igual que los conflictos, ha incrementado el ritmo de urbanización y modificado la distribución espacial de la población. Es notorio que el último censo de 1993 haya arrojado que por primera vez en su historia censal el país posea más población habitando en tierra caliente que en media y fría.
Esta migración ha estado acompañada en el pasado inmediato de la solución de problemas de salubridad, con el control de algunas enfermedades tropicales, como el paludismo y la malaria, como también por el fortalecimiento de vías de comunicación por los valles interandinos y el abandono de las carreteras de montaña como ejes centrales de comunicación.
Estas tendencias están generando nuevas transformaciones de las primacías urbanas en razón al declive relativo de ciudades ubicadas en las montañas andinas. Lo que antes había sido un atributo, el disfrutar de un proteccionismo geográfico, ahora en tiempos de la apertura comercial se está constituyendo en causa de dificultades en sus crecimientos. Ya había sucedido en el comienzo en centros como Cali y Medellín, epicentros de la industrialización por sustitución de importaciones, que ahora pasan dificultades en adecuarse a las nuevas realidades aperturistas.
Es conveniente detenernos en el caso de Medellín y Cali. La primera de ellas, debido a la precocidad de su desarrollo, que provocó una fuerte dependencia de la ciudad de una industrialización que luego presentó problemas de obsolescencia, dependencia que se refleja en que una buena parte del empleo es generado por el sector manufacturero, poco diversificado, y que controla un mercado regional estrecho, cada vez más empobrecido por la crisis cafetera, entre otros.
El caso de Cali es un tanto distinto. Esta ciudad dispuso de una serie de factores estimulantes para su crecimiento, en especial el proceso de urbanización de la cordillera Central, la capitalización de parte de las actividades portuarias de Buenaventura y una gran riqueza agrícola en el Valle, además de la tardía industrialización de la ciudad. Sin embargo varios indicadores muestran la pérdida de dinamismo de esta ciudad, como la tasa de crecimiento demográfico, que se redujo notoriamente; la caída de la inversión extranjera, la desaceleración de la agroindustria, la crisis cafetera y el surgimiento de nuevos puertos marítimos, que han generado una fuerte competencia a Buenaventura, se han convertido en factores que explican la profunda crisis en que se halla esta ciudad.
Tengamos presente que a mediados del siglo XIX sólo el 1,5 por ciento de la población nacional habitaba en los puertos marítimos, mientras que al finalizar el siglo XX esta proporción se acerca al 9 por ciento, guarismos que todavía están lejos de la tendencia internacional, donde la gran mayoría de la población mundial habita en las costas o en sus cercanías. Estos nuevos escenarios, relacionados con una mayor internacionalización de la vida nacional, explican el resurgir portuario de Cartagena y la dinámica reciente de Barranquilla, así como un mayor protagonismo de las tierras bajas, las cuales cada vez se vuelven más atractivas.
Las ciudades andinas, cuyos esplendores provincianos dependían del aislamiento, seguirán pasando mayores dificultades de vincularse a las nuevas dinámicas integracionistas, cuyas vías planas exigen alejarse de las montañas y que privilegian los puertos marítimos frente a estas ciudades brumosas.
Todo esto no hace sino confirmar la tendencia histórica colombiana de relevo constante de sus centros urbanos de poder. Surge un nuevo país, que habita mayoritariamente en tierra caliente, espacio que en el siglo XIX era considerado por las élites tradicionales que habitaban en las montañas andinas como el escenario de la barbarie