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Me enloquece el encierro cuando...

Aquella escena en la que el presidente reunía en Palacio a alcaldes y gobernadores para hablar sobre la importancia de no hacer reuniones, ¿sucedió en la vida real?

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
28 de marzo de 2020

Es evidente que se acerca el fin del mundo: una pandemia recorre el planeta. Animales silvestres se pasean por las calles de las ciudades vacías. Arde la Sierra Nevada de Santa Marta. Amenaza con erupción el volcán del Ruiz. Y, lo más diciente de todo, Gustavo Petro escribe trinos de apoyo a las medidas del Gobierno, mientras Abelardo de la Espriella publica columnas que podrían haber sido escritas por León Valencia, por Gustavo Bolívar: ¿en qué momento sucedió todo esto? ¿Qué sigue ahora? ¿Un diluvio de bolas de fuego sobre la torre Colpatria? ¿Nubes de langostas en los cultivos de arroz del Tolima? ¿Que a Iván Duque le marquen las chaquetas con su nombre?

Desde que empezó el confinamiento despierto a medianoche arrastrado por un remolino de imágenes que no sé si en verdad sucedieron:

Aquella escena en la que el presidente reunía en Palacio a alcaldes y gobernadores para hablar sobre la importancia de no hacer reuniones, ¿sucedió en la vida real?

Aún peor: la alocución posterior en que anunciaba la cuarentena, ¿fue una alucinación producto del encierro, o de veras existió? Si fue real, ¿quién era la señora “dark”, como dicen los jóvenes, que jamás parpadeó durante el discurso? ¿Un miembro de la familia Addams? ¿La canciller Claudia Blum cuando era joven y no tenía que resguardarse por orden presidencial? ¿Se están trasponiendo los planos temporales como parte del caos mundial?

No sería extraño. La catarata de sucesos inéditos es tan caudalosa que, en este momento del planeta, podría suceder cualquier cosa, cualquiera, y la asimilaría con la humilde resignación con que he naturalizado cualquier titular. Porque aprendí a resignarme frente a cualquier titular. Como James en el Real Madrid.

Desde que estoy confinado, mi miedo es un hormiguero tumultuoso, como una estación de TransMilenio en plena cuarentena, y los pensamientos negativos socavan mi cabeza sin reparo ni respiro: ¿y si no es cierto que el mundo se vaya a acabar?, me pregunto a medianoche, con la respiración agitada; ¿si lo han dicho solo por ilusionarnos?

Qué momento, Dios mío. Por instantes pareciera que, salvo Rappi, nada tuviera sentido. En medio del desastre universal, la primera dama propuso izar la bandera colombiana para contener anímicamente la tragedia, y el presidente Duque le siguió la cuerda para evitar una guerra fría conyugal durante la cuarentena. Preveía unas ráfagas de indirectas en voz alta durante toda la convivencia:

–Pero como acá el señor no le para bolas a las ideas de una… Como una solo existe para traer la lista de antojos en el mercado… ¡pero vaya alguien y déjele mecato debajo de la almohada, y ahí sí “qué buena idea, quién es la reinita de la casa”… ¡Y míreme todo este reguero en todas partes, y eso que no ha pasado una semana! ¿O será que este es el puesto de la guitarra? ¡¿O será que esta chaqueta que dice Iván Duque es del cocinero?!

Llevaba poco tiempo de encierro, digo, postrado bajo la venenosa gotera de un insomnio monstruoso, hasta que me enteré de la línea de atención psicológica que anunció la vicepresidenta.

No me costó comunicarme a través de Facetime. Observé del otro lado de la pantalla la cara de una joven psicóloga que acababa de colgar con una mamá a la que el colegio virtual de sus hijos había enloquecido.

Con maña y sabiduría fue llevando la conversación para apaciguar las aguas.

–Es una buena oportunidad para hacer esas cositas de las que siempre nos quejamos –me dijo en plural y en diminutivo–: para que tengamos más tiempito para nosotros, más tiempito para la familia…

–¿Y el horror de lo que se viene, doctora? –indagué, nervioso.

–¿Y para qué nos anticipamos? –me respondió con una pregunta.

Debo reconocer que la extraña sesión terapéutica de teletrabajo, congelada por momentos cuando el flujo de internet decaía, surtió en mí un efecto de tranquilidad: bajo la guía de la psicóloga aprendí a respirar, a vivir en el presente, a no tener pensamientos negativos.

Pero la conversación dio un vuelco súbito cuando le di las gracias:

–Gracias, doctora: en buen momento se le ocurrió este servicio a la vicepresidenta.

–¿La vicepresidenta? –me preguntó exaltada–: ni me hable de ella: hace un mes les pedía a las jóvenes de un colegio que no estudiaran psicología…

–Bueno, pero a lo mejor lo dijo por decir: seguro sí valora su trabajo.

En adelante, y por más de media hora, se quejó de la vicepresidenta y, por ahí derecho, de la Ley 100, de la explotación a la que se someten los empleados de la salud, obligados a trabajar por horas para redondear algo de plata…

–¿Trabajan por horas? –pregunté.

–Sí –me dijo–: ¡como si fuéramos ingenieros de sistemas!

Lanzó una perorata de media hora. Tuve que pedirle que respirara hondo; que no tuviera pensamientos negativos.

–Vivamos el momentico –le pedí.

Celebré que la llamada se cayera precisamente por eso: porque no había ingenieros de sistemas. Al menos no a esas horas.

Pero debo decir que la experiencia me liberó: que regresé de la teleterapia dispuesto a dar lo mejor de mí. Incluso a izar la bandera tricolor para que la vida vuelva a tener sentido. Así no lo tenga. A diferencia de Rappi. 

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