Opinión
Me la paso por la faja
La constitución, la ley. Ese ha sido el mensaje político claro y desvergonzado de Petro y varios de sus ministros en estos eternos meses de gobierno.
Desde que se quitó el presidente la máscara en el discurso aquel del enemigo interno en Caldono, en la gran mayoría de los actos de gobierno, anticipados por Twitter o en los eternos discursos de los diálogos regionales, se ha vuelto a revelar el talante antidemocrático y su constante intención de violar el espíritu de la ley y las reglamentaciones que regulan la acción de la rama Ejecutiva del poder público.
Y digo se ha vuelto a revelar porque ya antes, en su desastrada Alcaldía de Bogotá, se había vivido su falta de respeto por la ley y la propensión a la tinterillada y al raponazo legal para sacar adelante sus embelecos y obsesiones ideológicas.
La decepción con Petro no es entonces solo por la agenda, el estilo o la falta de preparación. La decepción no es solo por la promoción y eventual ejecución de un agresivo y efectivo populismo en todos los ámbitos. La decepción es también por la evidencia de que el Estado de Derecho que logramos, con los defectos que tenga, no es una protección frente a la tiranía que el presidente respete.
Y cuando hablo de decepción no me refiero a la mía. Me refiero a la de millones que, hastiados por la mala política y aterrados de la alternativa de Hernández decidieron, de buena fe, darle la opción a Petro ante el desastre del balotaje.
Cuando hablo de decepción también hablo de aquellos que desde el centro del espectro político participaron más activamente en la elección, en su convencimiento de la bondad de muchas de sus prédicas y promesas de campaña, y convencidos de que, por más socialista que fuera su gobierno, mantendría las formas constitucionales y legales y no desbarataría partes esenciales de lo que con esfuerzo y buenos resultados hemos logrado construir desde la del 91.
Y en estos últimos se encuentran los ministros que han prestado su concurso al proyecto petrista desde las toldas liberales y que hasta la fecha luchan para mantener algo de decoro en la administración, frenar los despropósitos y ver si logran alguna ejecución.
En lo ideológico, ya se les ve a estos ministros contras las cuerdas con el esperpento de la reforma integral a la salud y otras rupturas de los modelos de desarrollo que nacieron del consenso del 91 en servicios públicos y otros frentes.
En el orden público, guardan silencio, tal vez como antes, frente a los efectos devastadores de la decisión de no aplicar la ley y negociarla.
Y frente a la cada vez más ostensible ruptura institucional y al irrespeto al estado de derecho, algunos tocan la campana de alerta.
Los restantes, cuando van enfrentando las consecuencias de su elección en este plano, acuden al manido y errado argumento de que Uribe también, o de que Santos también, o de que Duque también.
El argumento parte de la premisa errada de que como sienten que los gobiernos anteriores no tenían legitimidad, por una o varias razones, resulta válido tolerar la ilegitimidad creciente del actual. Una suerte de equivalencia moral en lo negativo. ¿Los errores del pasado justifican los errores del presente? ¡Los otros tuvieron la oportunidad de embarrarla así que démosela a este también! Los otros robaron, se apropiaron de público, estos también tienen derecho, ¡qué importa!, ¡que roben otros!
Este error moral refleja una ética nihilista y es síntoma de una desesperanza muy amplia en los ciudadanos del país. Más allá de la tan cacareada polarización, lo que más disuelve hoy a la sociedad es el cinismo y este escepticismo. La convicción invencible de que no podemos lograr nada mejor que la mediocridad y corruptela del pasado o la locura medioautoritaria del presente.
El cambio que debemos lograr, el primero de muchos, es convencernos de que sí merecemos y podemos más. Aceptar e inventariar los logros y las endemias, aterrizar las expectativas frente a las oportunidades que sin duda tenemos, reconocer la debilidad de un Estado cooptado por intereses especiales, pero que de todas formas ha sido Estado, que reúne en medio de tanta corbata y mal funcionario muchos buenos servidores capaces que pueden y quieren transformar, retomar la ética del consenso básico constructivo y rechazar las invitaciones facilistas a destruir y odiar.
Y el consenso máximo urgente y masivo que debemos lograr es el de anteponer a todo un esfuerzo colectivo, público y privado, por lograr un sistema de justicia que funcione de manera pronta, rápida y transparente para la gran mayoría de los ciudadanos. Porque en la ausencia de justicia se derrumba todo. Se justifica la violencia, la criminalidad, la corrupción, la búsqueda de beneficios, la corrupción y la mediocridad o la negligencia.
¡Y cómo no! En la falta de justicia se justifican aquellos que siempre se quieren pasar la constitución y la ley por la faja.