OPINIÓN
Medio planeta
Por doloroso que resulte admitirlo, estamos legando a las generaciones futuras una naturaleza muy pobre en relación con aquella que recibimos de nuestros padres.
En su último libro, el celebrado naturalista norteamericano Edward O. Wilson hace el más angustioso llamado de su larga trayectoria argumental a favor de la biodiversidad. En él implora, ni más ni menos, que la humanidad dedique 50% de la superficie del planeta a la conservación estricta, como último recurso para mantener el patrimonio genético que aún sobrevive en la Tierra.
Tan ambiciosa propuesta adquiere una resonancia particular con la reciente publicación del Informe Planeta Vivo 2016. Según dicho documento, la abundancia promedio de 14.000 poblaciones de más de 3.000 especies de animales vertebrados, monitoreadas por la Sociedad Zoológica de Londres desde 1970, ha disminuido 58%.
Este indicador demuestra que el cambio ambiental global ya ha alcanzado dimensiones catastróficas y por esta razón la propuesta de Wilson, de ser plausible, pareciera estar sobradamente justificada si la humanidad quiere prevenir la sexta extinción masiva en la historia del planeta. Pero vale la pena examinar no solamente dicha plausibilidad sino también la voluntad humana de asumir tamaño reto.
Según las expectativas más optimistas, el gremio de la conservación aspira a conseguir en los próximos años que la extensión de las áreas protegidas a perpetuidad alcance aproximadamente 20% de la superficie global. Esta meta, largamente debatida, difícilmente podría incrementarse por dos razones. En primer lugar, porque debe competir con las aspiraciones del desarrollo económico, que requiere usos de la tierra incompatibles con la conservación estricta.
Por otra parte, las condiciones en que se encuentran los espacios todavía disponibles para el establecimiento de nuevas áreas protegidas no es necesariamente la ideal para mantener a largo plazo las poblaciones de muchas especies. Los niveles de transformación de una inmensa mayoría de ecosistemas han sobrepasado su capacidad de retornar al estado requerido, sobre todo por las especies más amenazadas. Por doloroso que resulte admitirlo, estamos legando a las generaciones futuras una naturaleza depauperada en relación con aquella que recibimos de nuestros padres.
Más que examinar la voluntad de nuestra especie para frenar este destrozo, en su libro Wilson apela a los grandes avances científicos de nuestra época y aún más a sus aplicaciones tecnológicas como instrumentos para catapultarla. Según esta lógica, la sociedad contemporánea no requiere incrementar la superficie utilizada de la tierra para suplir sus necesidades, pues ya tiene cómo satisfacerlas gracias a su capacidad instalada para hacer una producción más eficiente.
Esta optimista afirmación se estrella contra la áspera realidad que nos muestra el alud diario de aciagas noticias que recibimos y la generalizada indiferencia ante el mismo. Si la humanidad es incapaz de reaccionar ante horrores tales como la aniquilación de Aleppo, no podemos esperar que de la noche a la mañana acepte, por el bien de la biodiversidad, preservar la integridad ecológica de medio planeta. Es mucho más plausible suponer que en los próximos años la aceleración de la crisis ambiental se agudice aún más y conduzca hacia estados alternos de una inmensa mayoría de ecosistemas.
Pero esta admisión no significa que debamos resignarnos a vivir en un planeta construido enteramente a nuestra imagen y semejanza ni que la lucha por la conservación de la biodiversidad deba abandonarse. Si en algo tiene razón Edward O. Wilson en su libro – y en el resto de su obra monumental – es en su demostración de la importancia de esa tarea. Sólo que debe tomar nuevos rumbos en los tiempos que corren.
La extinción de muchas especies y el desplazamiento de otras durante las próximas décadas, como consecuencia del cambio global, darán como resultado la simplificación y la homogenización progresiva de la biota. En ese escenario, las áreas protegidas jugarán un papel muy importante como refugios o, cuando menos, como fuentes para la colonización de nuevos espacios y por lo tanto debemos redoblar los esfuerzos por incrementar su número, ampliar su extensión y manejarlas efectivamente.
Las matrices de paisaje en las cuales están inmersas dichas áreas serán igualmente importantes, pues a través de ellas se dará el tránsito hacia las nuevas configuraciones de los ecosistemas. La mirada de los conservacionistas debe por lo tanto estar puesta en los grandes paisajes, más allá de los espacios protegidos. El manejo de las zonas destinadas a la producción debe considerar cada vez más la obligación de contribuir a mantener los procesos ecológicos y a integrar la vida silvestre como un elemento esencial.
Pero para que todo esto suceda, es necesario que la conservación dirija sus mayores esfuerzos a promover un cambio de paradigma en lo que concierne al significado del desarrollo y a los determinantes del bienestar de la sociedad del Antropoceno. Hasta que no aceptemos que ambos solo son posibles si tratamos al planeta con el cuidado y respeto que se merece, estaremos condenados a fracasar como civilización. Y esta es una tarea urgente: si no la asumimos de una vez por todas, cuando finalmente lleguemos a esa convicción quizás sea demasiado tarde para soñar siquiera con preservar media tierra.