MONACO, LA MASCARA DEL MUNDO
Así como el habitante de la gran ciudad sabe que existe el campo porque cada mañana le dejan una botella de leche en la puerta de su casa, de la misma manera, por un sencillo mecanismo de referencias, los colombianos han aprendido que en algún lugar del mundo hay un pequeño principado llamado Mónaco.
Es cuestión de asociar las ideas sin romperse mucho la cabeza: si hay leche es porque hay vacas, si hay vacas es porque el campo tiene que estar en alguna parte. Con Mónaco ocurre más o menos lo mismo: muy poca gente lo ha visto, pero todo el mundo habla de él. El mérito hay que atribuírselo, sin regateos, a esas revistas sentimentales que se dedican a perseguir a los personajes famosos.
Las secretarias y las amas de casa saben que Mónaco existe, y que queda en algún recoveco, porque la princesa Carolina, como si fuera una moderna versión de Julieta, ha cogido la costumbre de fugarse con los jugadores de tenis a alguna lejana playa del Mar Caribe, donde está protegida hasta de los tiburones, pero no de los implacables fotógrafos de la prensa, unos pobres hombres a los que les pasa lo mismo que a los críticos literarios: tienen que conformarse con vivir de lo que se come otro.
Confieso, y no tengo para qué negarlo, que yo también soñaba con conocer Mónaco algún día. Me veía vestido de smoking, con un gran habano entre los dientes, haciendo saltar la banca del casino. Me rodeaban millonarios asombrados y doncellas preciosas, apoyadas de mi brazo. La ruleta seguía girando con el tintineo de la bolita. La pila de fichas tapaba mi cara. Las muchachas empezaban a bailar en torno mío, para distraerme. Y en la última escena, invadido de tedio, yo arrojaba las fichas al suelo, con un gran estrépito, los miraba a todos con desprecio y salía del casino, caminando lenta, pausada, deliciosamente.
Carajadas de ensoñador. La verdad, dicha en pocas y prosaicas palabras, es que fui a Mónaco y perdí cien dólares en la bagatela, un nombre muy bello que antiguamente le daban a la ruleta y que hoy se ha perdido por completo. No hubo ninguna turista bronceada que se fijara en mí. Ni los meseros, vestidos con librea y corbatín, me pararon bolas cuando les pedí un whisky. Tuve que ir, humildemente, a buscarlo al bar con mis propios pies.
Es natural que estas cosas ocurran: nadie le pone atención a un turista suramericano, con una irremediable cara de pobre, dispuesto a perder cien dólares de su fortuna, cuando en el mismo recinto los jeques árabes, le apuestan seis pozos de petróleo, al 29 negro.
Mónaco es como el mundo no es. Me explico, para que esto no parezca un jeroglífico, ni la gente vaya a pensar que después de dos meses en Europa, uno regresa hablando en jerigonza. Mónaco es como una especie de cuento de hadas, hecho realidad, si es que puede llamársele "realidad" a semejante fantasía.
Este mundo nuestro está lleno de dolor, de angustia, de hambre, de epidemias de mierda pura. Mónaco no.
En el peqúeño principado de Rainiero, recostado sobre una peña que se levanta sobre el Mediterráneo no hay angustias. El dolor no existé, por lo menos en apariencia. El país, compuesto por sólo tres ciudades, tiene 5 mil habitantes: dependientes de almacenes, recepcionistas de hotel, gariteros de casino, guías para los turistas más brutos.
Cada monegasco es dueño de un pequeño yate, una motocicleta, un apartamento y un frasco de aceite, para broncearse como un camarón en la playa. Ese mundo, obviamente, no es real. Mónaco es la máscara del mundo, la careta risueña encima del rictus, el antifaz que esconde los pesares en este carnaval.
No me arrepiento de haber ido a Mónaco. Ha sido una experiencia extraña este cuento de verle la otra cara a la moneda. Pero no debe pasar de cinco días. Porque, de lo contrario, los ilusionistas y los soñadores podemos correr el riesgo de terminar creyendo que el planeta entero es así, feliz y mágico.
Como si en el Líbano las tropas judías no estuvieran --mientras suena la bolita de la ruleta-- masacrando mujeres y niños, como si en las Malvinas no hubieran quedado los cadáveres jóvenes de mil argentinos sacrificados por la locura de Galtieri, como si en los pueblos de Colombia los niños no siguieran muriéndose de hambre.
Puedo poner cien, doscientos, mil ejemplos de la forma como Mónaco se ha convertido en el país de las maravillas, donde centenares de Alicias sonríen bajo la brisa del verano. Pero baste con decir lo siguiente: son muy escasas las carteleras de publicidad en Mónaco.
No hay muchos anuncios. Sin embargo, por todas partes, pude ver la propaganda gigantesca de una comida especial para gatos. ¡Comida para gatos, mientras en este año de 1982 --según dice la Unicef--, se calcula que 10 millones de niños morirán por falta de comida, a lo ancho de la Tierra!
Eso es, ni más ni menos, lo que quiero decir cuando digo que este reino de cuento infantil no es más que una caricatura del mundo. Se me ocurre pensar, ahora que lo pienso bien, que Mónaco es el Disneyworld de los seres humanos. Así como en el parque de diversiones de Walt Disney, en un recodo de La Florida, los animalitos hablan y no existen ni el crimen ni el dolor, en Mónaco también y tampoco: también los animales son más importantes que los hombres --recordar el anuncio de la comida para el gato-- y tampoco se ve dolor. No hay un gamín, no hay un mendigo, no hay ni siquiera señoras embarazadas.
Porque allí una mujer preñada sería el símbolo de que estamos en el mundo, en el suelo, en el asfalto puro. Sería la demostración de que el dolor existe y es tan humano como la felicidad. En Mónaco no cabe eso: sólo hay cupo para la felicidad. Pero es la felicidad fácil del millonario envejecido con su Rolls Royce rutilante, de la señora enjoyada, del olor a faisán, en la acera del restaurante.
Qué cosa: no me gusta este mundo. Porque es falso y hueco. Porque a uno, en Mónaco, le parte el alma ver a las damas que poseen grandes fortunas, paseando por la calle, con su perrito petulante, de una mano y su marido de la otra. Podría ser al revés: que el marido fuera colgado al otro extremo del collar, en lugar del perro. No pasaría nada.
Baja uno de regreso por la carretera empinada, serpenteante, y sale de Mónaco. Entonces se respira tranquilo: la máscara ha caído. El baile de disfraces se termina. Pinochet sigue matando gente en Chile. Begin en el Líbano. Millares de viudas y jubilados hacen cola en un edificio de Medellín para que les devuelvan sus ahorros.
La princesa esa, puede largarse cuando quiera con su tenista. Nuestro mundo no es el suyo. A Dios gracias...