MONUMENTO A JAIME
Se ha pensado, como para dejar de llorar lo irremediable, en hacerle un monumento (o
tal vez dos) a Jaime Garzón, el gran humorista. Es una cierta desviación del asunto principal: que fue
asesinado canallescamente y que nunca va a saberse por quién ni por cuenta de quién.Pero, ¿se imaginan
ustedes una estatua de Jaime Garzón?Yo no me la imagino. Si es muy solemne, podría resultar ridícula;
tampoco puede ser un chiste, pues no se hace una estatua para hacer reír. Esto no se compadecería
con la grandeza que ha cobrado la memoria del inquieto juglar de paz, que creyó en Colombia. Creía
demasiado.
La estatuaria es asaz peligrosa. No la hay en el país de hoy. La hubo en un pasado ya lejano y algunas de
las obras de este género que se exhiben en parques y lugares son de factura extranjera. Entre nosotros ha
habido, por supuesto, escultores y talladores (Pinto, Montañés, Barba, entre otros) y uno muy grande, que
trabajó en México: el maestro Arenas Betancourt, a quien hubieran podido encomendársele, sin riesgo, el
vuelo de humor, la risotada y la libertad de espíritu que definieron la personalidad de Jaime, nuestro amigo,
hoy en vía de estatua. Es aterrador ir viendo que amigos, profesores, o en general, contemporáneos,
se nos conviertan en piezas de bronce o de otro material duro, con expresiones impenetrables, lo cual lo va
situando a uno como en una dimensión extraterrestre. Vamos sobrando en el mundo de los vivos.
Tuve yo un tío abuelo que había conocido a San Juan Bosco, y esto me llenaba de asombro. Hoy soy yo
mismo quien habló en más de una ocasión con Rodrigo Lara, con Luis Carlos Galán (hoy en una cabeza, de
corte moderno y mexicano, que no me molesta, en la avenida de La Esperanza). Como ya lo he narrado,
también conversé de niño con Jorge Eliécer Gaitán, cuya escultura en el barrio de su nombre, es quizás una de
las últimas realizaciones representativas, y de parecido, que están a la altura del cometido. Concretamente,
esta estatua de Gaitán vociferante, que se repite en algunos lugares del país, como en la estación del tren en
Girardot, fue motivo de un pleito entre el fotógrafo que captó el gesto del caudillo y el escultor que lo plasmó
en fuerza y volumen.
Habría que advertir, antes de que algún artesano asuma el encargo de Garzón, que no debe realizarse un
muñeco más, de dimensión corta y como para recinto interior. Así podría catalogarse el paupérrimo
homenaje a Diana Turbay, colocado en una intersección de la carrera séptima de Bogotá y la estatua,
semiyacente y semivolátil de Luis Carlos Galán, en otra intersección de la misma carrera, al norte de la
ciudad. Esta última, de autor bumangués, parece ser una buena obra escultórica, pero pecó por la dimensión,
la que reduce el aliento artístico y la grandeza del personaje.
Hay que plantearse, de antemano, si va a realizarse una obra que represente la fisonomía, difícil por lo joven,
del humorista o una escultura más o menos abstracta que simbolice su compleja personalidad. Esto último
no me parece que deba ser, pues finalmente el homenaje acaba siéndolo a una chatarra o a un poco de hierros
retorcidos, como la estatua de Gandhi, en la calle 100 con séptima, original de Felisa Burstyn, de la cual
muy pocos sabemos que pretende figurar al hombre de la no violencia, asesinado por la espalda.
Los escultores comprenden lo que voy a decir. Jaime Garzón ofrece, además, la dificultad de ser un
representado de anteojos, uno de los mayores tropiezos que puede tener una obra escultórica con
pretensiones fisonómicas. Este elemento externo a una cara aporta demasiado a la expresión reflejada en la
misma, de modo que algunos apelan a toda clase de trucos para tratarlo. En la facultad de veterinaria de
la Universidad Nacional, pude ver, sencillamente, que al busto de un médico célebre le han colocado, luego
del modelado y vaciado, unas gafas recetadas, tal como si las hubiera comprado en el consultorio del
optómetra, sólo que integradas por el color, con el bronce patinado de la obra. El horror.
En la basílica de San Pedro, en Roma, han solucionado la estatua de Pío XII, Papa de lentes, con un trato
moderno y admirable, que bien podría servir como ejemplo a cualquiera que tenga entre manos este
compromiso de describir un ojo dentro de una oquedad y detrás de un vidrio invisible.
¿Cómo podrá ser la estatua de nuestro querido amigo Jaime Garzón? Yo no me la imagino. Tal vez nunca se
haga. Debería tener la palma de una de sus manos abierta, para que posen las palomas y transmitir una
alegría triunfante. Muchas rosas caídas, grabadas en el pedestal, tal y como ha sido la realidad del muro que
el público ornamentó frente a la que fuera su casa. Algo infantil en su porte de muchacho, algo de grandeza en
el arrojo de su cuerpo, no negado al sacrificio.