OPINIÓN
Nicaragua, ¿el nuevo mejor amigo?
Si Petro, ahora en calidad de presidente, está comprometido con respetar nuestro ordenamiento constitucional como lo expresó en su discurso de posesión, deberá rechazar las actuaciones dictatoriales de otros mandatarios y más aun de aquellos con intereses concretos sobre nuestra nación, como es el caso de Nicaragua.
La ausencia de Colombia en la sesión extraordinaria del Consejo permanente de la Organización de Estados Americanos (OEA), en la que todos los miembros votaron una resolución acerca de las violaciones a los derechos humanos en Nicaragua, y en particular sobre las agresiones del régimen de Daniel Ortega contra la Iglesia católica, la prensa y las oenegés, está levantando sospechas alrededor de posibles complicidades del gobierno de Petro con el lado más oscuro de la izquierda latinoamericana.
Atrás, muy efímeramente, podría estar quedando la imagen de moderación política que intentó construir el nuevo mandatario de los colombianos con estrategias como los nombramientos de José Antonio Ocampo y Alejandro Gaviria, y evitando la presencia de los mandatarios de Venezuela y de la misma Nicaragua en la posesión presidencial, entre otros hechos iniciales de pseudo centrismo.
La justificación expresada por el equipo de Petro para ausentarse, de naturaleza logística, profundiza la preocupación de quienes sienten validación de nuestro nuevo presidente sobre las conductas ilegales y autócratas del gobierno de Ortega. Que no hayan sido nombrados oficialmente los funcionarios responsables por la relación con la OEA y con Nicaragua, no impide que el alto Gobierno se pronuncie pública y políticamente sobre los señalamientos en contra del gobierno nicaragüense. Y si acogemos esa controversial justificación, cabría entonces cuestionar el silencio del nuevo canciller colombiano, Álvaro Leyva, quien sí está posesionado oficialmente.
La situación de Nicaragua tiene un alto valor político para Colombia, más que para cualquier otro país del hemisferio, porque impacta a nuestra nación en dos áreas estratégicas para el momento que vivimos: el compromiso del Estado con la promoción y protección de los derechos humanos y la ruta a seguir en relación con el muy conocido conflicto jurídico que tenemos contra Nicaragua, por cuenta de sus pretensiones sobre las aguas marítimas de la isla de San Andrés.
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Junto a Venezuela, el régimen instalado por Ortega en Nicaragua es el sistema más violador de los derechos humanos en nuestro continente, siendo uno de los más cuestionados por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Desde el 2018, la Comisión ha documentado a 355 personas asesinadas por el Estado en el marco de protestas contra la dictadura, y ha identificado a más de 100.000 exiliados. Además, el régimen se ha opuesto a la celebración de elecciones presidenciales con garantías democráticas, encarcelando a siete de los candidatos de oposición en las últimas elecciones. Actualmente hay más de 170 presos políticos, se han perseguido a más de 200 onegés y se ha censurado de forma sistemática a prácticamente todos los medios locales.
Tema no menor es la situación de San Andrés. Recordemos que la Corte Internacional de Justicia (CIJ) dictaminó ―en la más reciente sentencia―que Colombia violó derechos soberanos en aguas nicaragüenses por lo que instó al Estado colombiano a concretar un acuerdo bilateral con el Estado nicaragüense. Y el entonces presidente Duque fue enfático en que mientras él fuese mandatario, no habría posibilidad de que Colombia tuviera interés de firmar un acuerdo con el gobierno de Ortega.
Urge entonces en este contexto que nuestro nuevo gobierno despeje el cielo gris que se ha instalado sobre temas tan trascendentales para el presente y futuro del país como lo son los derechos humanos y la soberanía sobre la isla más importante que tenemos. Callar no solamente enviaría un mensaje sobre la verdadera identidad de la izquierda que encarna el gobierno de Petro, sino que empoderaría operativamente a los grupos violadores de los derechos humanos en Colombia.
Y en el caso de San Andrés, quedaría claro que la instrucción que dio Petro al nuevo embajador León Fredy Muñoz, en el sentido de restablecer las relaciones con Nicaragua, implicaría el plan bilateral que tanto anhela Ortega para liderar las actividades de explotación económica de las aguas que durante tantos años han sido motivo de disputa entre los dos países.
Es válido que el gobierno de Petro quiera reconstruir relaciones con países con lo que los gobiernos de derecha rompieron relaciones políticas y diplomáticas, como es el caso de Nicaragua y Venezuela, porque podrían obtenerse más beneficios políticos y socioeconómicos para las partes por vías amigables, sin que ello implique la pérdida de la vocación democrática de nuestro Estado y concesiones incondicionales para esos estados antidemocráticos.
Pero, para hacerlo, el nuevo gobierno tiene que construir una ruta que legitime al interior de nuestro país ese restablecimiento, particularmente con una Nicaragua que opera ante el mundo como una dictadura al desnudo, sin ningún recato.
En su momento, como candidato presidencial, Petro señaló que no reconocería los resultados de las últimas elecciones en Nicaragua, ya que “no es una democracia”. Si Petro, ahora en calidad de presidente, está comprometido con respetar nuestro ordenamiento constitucional como lo expresó en su discurso de posesión, deberá rechazar las actuaciones dictatoriales de otros mandatarios, y más aun de aquellos con intereses concretos sobre nuestra nación, como es el caso de Nicaragua.
Un social demócrata, como se ha autodenominado Petro, no se puede negar a condenar las dictaduras de América Latina. Petro podría capitalizar esta coyuntura para demostrar que en su gobierno no pesarán más las afinidades ideológicas que la defensa de la democracia. De no hacerlo, los dados estarían echados.