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Alejandro Cheyne

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Nuestro bachillerato en los 80′s

Con nostalgia, gratitud y alegría, vinieron a mi memoria un sinfín de anécdotas de los desafíos y experiencias inolvidables vividos con compañeros de clase en el colegio en Bogotá.

Alejandro Cheyne
6 de julio de 2024

Al desempolvar los álbumes de viejas fotografías en la biblioteca de mis padres, muchas de ellas impresas a blanco y negro, me transporté a la época de los pizarrones de tiza y el murmullo de las voces en el patio durante el recreo. Con nostalgia, gratitud y alegría, vinieron a mi memoria un sinfín de anécdotas de los desafíos y experiencias inolvidables vividos con compañeros de clase en el colegio en Bogotá, a lo largo de los seis años de lo que se denominaba en aquel momento primero a sexto bachillerato.

Aprendimos y estudiamos sin la ayuda de smartphones, internet o ChatGPT. ¡Increíble pero cierto! Las respuestas a las preguntas de nuestras tareas escolares no estaban en una pantalla, sino que las encontrábamos en enciclopedias como la Salvat o la Británica. Nuestros aliados en el aprendizaje eran análogos, pero efectivos: el diccionario Larousse para aclarar dudas de lenguaje, el Álgebra de Baldor con sus miles de ejercicios matemáticos, y las calculadoras de Texas Instruments o Casio, que despertaban admiración entre los amantes de los números. Y cómo olvidar las prácticas de mecanografía en máquinas de escribir, con el ritmo acelerado de los dictados y el arte de corregir errores con el rodillo para no repetir una página entera, que nos preparaban para un mundo aun sin Ctrl+Z.

El bachillerato fue el escenario de nuestros primeros amores, esos que florecían con timidez e inocencia entre tardes de cine y juegos en Bolicentro, tras largas conversaciones en Pizza Nostra de Unicentro. Iban y venían las cartas manuscritas con declaraciones de amor y las extensas llamadas que monopolizaban el teléfono de la familia, provocando la inevitable reprimenda: “¡cuelgue ya, que lleva una hora!”.

La adolescencia, marcada por cambios físicos y emocionales, traía consigo una mezcla de curiosidad sobre la sexualidad. La información al respecto era muy escasa, lo que avivaba el interés y daba lugar a un intercambio clandestino de revistas en los casilleros, con imágenes de modelos como Brooke Shields, Linda Evangelista y Cindy Crawford en las portadas.

Sin duda, fue una época llena de sentimientos encontrados. Sentíamos orgullo por nuestro colegio y felicidad por las experiencias compartidas con amigos y profesores. Eran días llenos de risas, aprendizajes y descubrimientos que marcarían nuestras vidas. Al mismo tiempo, era inevitable sentir una “agradable ansiedad” típica de la edad. Contábamos los días para las vacaciones y el ingreso a la universidad, una etapa que representaba nuevos desafíos y la emocionante puerta hacia la adultez.

Cada mañana, el reloj se convertía en nuestro enemigo cuando suplicábamos por “cinco minuticos más” de sueño antes de levantarnos. Sin embargo, ese mismo reloj, al marcar la hora del timbre de salida, se transformaba en nuestro mejor aliado al anunciar el final de la jornada escolar y la llegada de las tardes libres, en las que desafiábamos nuestras habilidades en torneos de “Missile command” o “Space invaders” en el Atari. La música de aquellos años completaba la atmósfera: Madonna, Michael Jackson y la inolvidable “Wake me up before you go-go” de George Michael animaban nuestras partidas mientras presumíamos de la miniteca del fin de semana anterior.

Imposible no recordar a nuestros maestros, exigentes y disciplinados, quienes dedicaron generosamente su proyecto de vida a formarnos como personas. Eran blanco de nuestras bromas, sí, pero siempre en el marco del respeto y la admiración que nos inspiraban por su vocación y pasión por la enseñanza. Recordamos su llamado diario a lista, su astucia para evitar la copia en los exámenes, su meticulosa atención para prevenir accidentes en la clase de química, su paciencia para lograr el silencio en la biblioteca y su habilidad para captar y mantener la atención de nuestras mentes inquietas durante horas. Pero más allá de sus deberes como educadores, lo que realmente los distinguía era su testimonio de entrega sin límite a la educación de jóvenes en nuestro país, que se manifestaba en las grandes lecciones de vida que nos transmitían y que iban más allá de las aulas.

A mis compañeros de bachillerato, todo mi agradecimiento por esos momentos de complicidad, por los apodos cariñosos que aún perduran, por compartir minutos antes de clase las tareas que no habíamos preparado y, muy especialmente, por una amistad genuina y desinteresada. ¡Gratitud por aquel tiempo!

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