OPINIÓN
¡Ojo a la Ley de seguridad ciudadana!
La Cámara de Representantes acaba de aprobar el P.L. 393/21 C, “por medio de la cual se dictan normas tendientes al fortalecimiento de la seguridad ciudadana y se dictan otras disposiciones”. Si nada extraordinario ocurre, hoy el Senado hará lo propio y, en menos de un mes, se habrá tramitado y aprobado una nueva Ley de seguridad ciudadana.
Esta reforma parte de una iniciativa que fue presentada por el Gobierno, a través del Ministerio de Justicia, publicada por primera vez en la Gaceta 1725 del 29 de noviembre de 2021 como P.L. 266/21 S. En tres semanas, superó tres de los cuatro debates reglamentarios y se espera que hoy supere el último.
En parte, su espectacular progreso se debe al mensaje de urgencia que el presidente radicó ante el Congreso. Esta facultad constitucional le permite al Ejecutivo fijar como primer punto del orden del día del Legislativo el proyecto respectivo y, además, tramitar conjuntamente los debates requeridos para su aprobación. Además, Duque dio la orden al Congreso -sí, puede hacerlo- de postergar las vacaciones hasta tanto no evacúen tres proyectos de ley (entre los cuales, por supuesto, está este).
Dicho esto, no se puede ocultar que, en buena parte también, esta celeridad se debe a la casi completa ausencia de debate que ha tenido esta reforma. En un mundo ideal, cuando se pretende modificar el Código Penal, el de Procedimiento Penal, el de Policía y el de Extinción de Dominio, todo al mismo tiempo y en un mismo “paquete”, los legisladores consultan a academia, expertos y, en general, a la sociedad para nutrirse de sus ideas y llegar a la mejor versión posible. En nuestro mundo, en cambio, una reforma de 50 artículos -cuya exposición de motivos ronda las 100 páginas- pasó de agache y, en 20 días hábiles, podría pasar del escritorio del ministro a la imprenta nacional.
No se trata de un asunto menor. Este proyecto altera sustancialmente la forma en que el poder público se relaciona con la ciudadanía: amplía las facultades punitivas, aumenta penas, crea nuevos delitos y asigna nuevas competencias a las autoridades de policía, entre muchos otros asuntos.
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Algunos de los puntos más importantes son:
1. ART. 3. Exceptúa del requisito de proporcionalidad la defensa ejercida frente a quien ingresa a vivienda, comercio o vehículo ajeno. En estos casos, cualquier reacción se presumiría legítima (“incluso utilizando fuerza letal”, dice textualmente). Aclaro: una cosa es que, legítimamente, se pueda matar al agresor para salvar la propia vida (algo que, desde siempre, se ha permitido) y otra cosa es lo que propone esta reforma: que se dispare a matar al extraño que entra desarmado a una tienda sin autorización.
2. ART. 4. En los casos de inimputabilidad por diversidad sociocultural el fiscal del caso le ordenará “medidas pedagógicas”. Por ejemplo, si un indígena comete un delito contra el orden público, deberá asistir a las clases ordenadas por el fiscal hasta que aprenda a comportarse en sociedad.
3. ART. 5. Se aumenta la pena máxima de prisión… otra vez. Ahora pasa de 50 a 60 años, por un solo delito (como el de homicidio a miembro de fuerza pública, creado por esta reforma).
4. ART. 9. Crea el delito de “Intimidación o amenaza con dispositivos menos letales” y sanciona con prisión de 4 a 6 años a quien amenace a otro con un bolillo (R. 02903/17, art. 18). Esto, lejos de contribuir al objeto de la ley, pareciera exponer a un mayor riesgo a los funcionarios de policía y podría disuadir el legítimo uso de la fuerza pública.
5. ART. 17. Impone hasta 5 años de prisión por “dificultar la realización de cualquier función pública”. Así, textual.
6. ART. 35. Contempla la facultad discrecional de “traslado por protección” que la Policía Nacional puede hacer a quien “aparente estar bajo efectos del consumo de bebidas alcohólicas (…)” (lit. D).
7. ART. 45. Permite que la SAE venda bienes incautados antes de que se declare su extinción de dominio y sin pedir autorización o siquiera informar al comité de enajenación temprana. Es decir, el Estado podría arrebatar un inmueble a alguien y, a través de una entidad público-privada, venderlo a otro particular sin control judicial ni administrativo.
El Congreso está para legislar, eso es claro. Y la celeridad de las instituciones públicas es un reclamo constante de parte de la ciudadanía, también eso es indiscutible. Pero creer que el mejor legislador es el que más -y más rápidamente- crea leyes es un craso error. Ya lo decía Tácito (Anales, III, 27) “corruptissima re publica plurimae leges” (“en la República más corrupta, muchas leyes”).
Aún estamos a tiempo de contener o, siquiera, debatir (¡!) los nocivos efectos que pueden tener algunas de estas disposiciones en la vida en sociedad de 50 millones de colombianos.
Esta reforma no ha sido estudiada a fondo ni se han esclarecido suficientemente los peligros que esconde. De aprobarse, entre otros resultados, se legitimará la justicia a propia mano, se facilitarán las detenciones extrajudiciales, se implantará el adoctrinamiento de Estado como castigo y se reducirán controles para el despojo administrativo de bienes de particulares. ¿Qué de todo esto contribuye a una Colombia más segura?