OPINIÓN

Memoria

Discrepo respetuosamente de la pretensión de creer que al implosionar la memoria de Pablo Escobar se le pone dique a la mitificación de su figura.

María Jimena Duzán, María Jimena Duzán
23 de febrero de 2019

Con el paso del tiempo, he ido tomándole un respeto reverencial a esa palabra. Hace unos años creía que recordar los hechos dolorosos que nos sucedieron, en un país como Colombia en donde la memoria ha sido parte de la disputa ideológica, era un imperativo moral.

Hoy, que he tenido que vivir en carne propia el dolor que causa rememorar los hechos trágicos que lo han marcado a uno, estoy por darle la razón a David Reiff cuando afirma en su libro Contrala memoria, que “lo que garantiza la salud de las sociedades y de los individuos no es su capacidad de recordar, sino su capacidad para finalmente olvidar”.

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Esta reflexión la traigo a propósito de dos hechos que sucedieron la semana pasada que tienen que ver con la memoria, como un imperativo moral. El primero, fue la espectacular implosión del edificio Mónaco, reconocido por ser el lugar de residencia de Pablo Escobar. El alcalde de Medellín enmarcó la destrucción de ese edificio dentro de la campaña Medellín abraza su historia, que busca crear un museo de la memoria que va a contar la historia de Pablo Escobar desde el lado de las víctimas.

Recordar es un imperativo moral, –más si se hace desde el lado de las víctimas–. En eso estoy de acuerdo con el alcalde. En lo que discrepo respe- tuosamente es en su pretensión de creer que al implosionar la memoria de Pablo Escobar se va a enderezar la memoria de los colombianos, para que se le ponga dique a la mitificación de la figura de Escobar.

Las cosas son más complejas y menos binarias: Pablo Escobar no inoculó la maldad en Colombia; fueron muchos los políticos y los funcionarios que lo auparon, que aceptaron su dinero y que crecieron bajo su sombra.

Discrepo respetuosamente de la pretensión de creer que al implosionar la memoria de Pablo Escobar se le pone dique a la mitificación de su figura.

Para los que no recuerdan: el dinero con que se le pagó a los asesinos de Guillermo Cano, provino de una cuenta de Luis Carlos Molina Yepes, reconocido cambista de la mafia en Medellín quien pese a ser la mano derecha de Pablo Escobar, hoy vive tranquilo en Antioquia después de haber purgado solo seis años de prisión. En 2016, en un debate Iván Cepeda reveló que Álvaro Uribe Vélez aparecía como integrante de una empresa de propiedad de Molina Yepes que terminó en- tregando en 1987, denuncia que fue ampliada en una columna de Yoir Akerman en El Espectador. (Ver columna)

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Según El Espectador, el rastro de Molina Yepes desapareció de esa empresa en 1989, días antes de que fuera asesinado en Bogotá el abogado del periódico, Hector Giraldo, quien fue precisamente el que desentrañó la telaraña económica de Molina Yepes.

La historia del narcotráfico no se termina borrando la memoria de Pablo Escobar. Queda el hilo nefasto de la corrupción y la incapacidad de la justicia por establecer la verdad judicial de una violencia que se llevó a seres queridos. ¿Hace parte de esta memoria oculta la campaña del alcalde de abrazar la historia? ¿Son capaces el país y Medellín de aceptar su parte de culpa en el ascenso del narcotráfico o le vamos a echar toda la culpa a Pablo Escobar? ¿Qué es en el fondo la memoria? Eso también está en disputa en este país, desde que el Gobierno de Iván Duque decidió negar la existencia del conflicto. Bajo esa nueva imposición, acaso tan arbitraria como esa noción cada vez más etérea de la memoria colectiva, ahora hay que negar la responsabilidad del Estado y de los sectores civiles en la agudización de la guerra. ¿Cómo lo van a hacer? ¿Qué le van a decir a las víctimas de los para- militares? ¿De los agentes de Estado? ¿A las madres de Soacha, víctimas de los falsos positivos?

Antes creía que la construcción de una memoria histórica era la mejor manera de evitar la imposición de un relato único –oficial–; creía también que esa era la mejor manera de com- batir el olvido, una palabra que me producía temor porque sentía que era una forma de matar doblemente a los seres queridos que las diferentes guerras –¿acaso versiones de la misma?– me habían arrebatado desde muy temprano. Ahora creo que este país lo que necesita es aprender a olvidar pero de forma consciente; creo que en lugar de rees- cribir la historia del narcotráfico de manera arbitraria desde la institucionalidad de un Estado débil, se debe fortalecer el poder de la memoria individual y de las historias de vida que se cuentan sin mayores pretensiones.

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Pero además, la vida me ha enseñado que recordar los hechos trágicos no siempre es el antídoto para impedir que se vuelvan a suceder hechos atroces. La memoria es pasa- jera, lo estamos viendo ahora cuando se vuelve a hablar de cooperantes y de armar a los civiles. Al olvido ya no le temo. Ahora le temo a la memoria.

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