OPINIÓN

Perdido como Enrique Peñalosa

"Si hubiéramos decidido deshacer el camino recorrido, como lo hicimos con los estudios del metro, habríamos regresado sin perdernos"

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
19 de enero de 2019

En medio del luto nacional, el alcalde Peñalosa ordenó una nueva tala en el parque del Japón, esta vez para construir una cancha deportiva, y envió a miembros del Esmad para neutralizar a unas abuelas de estrato seis que procuraron impedirlo, seguramente asqueadas de que su parque se fuera a llenar de personas de otros barrios.

En su vocación de ir más allá de los hechos, esta columna se puso la tarea de comprender la obsesión del alcalde por todo tipo de talas, salvo Tala Restrepo, y obtuvo el testimonio de un secretario que se perdió hace dos meses con el burgomaestre, en los cerros bogotanos. Acá, en exclusiva, el relato de aquel ya histórico día.

“La idea de hacer una excursión para integrarnos fue del exsecretario Miguelito Uribe, y al alcalde le gustó porque era una manera de que nos volviéramos amigos, nos aprendiéramos los nombres de los otros secretarios y trabajáramos unidos, mejor dicho, hacer sinergia. El alcalde nos citó muy temprano ese sábado, porque el tráfico de los sábados es infernal, apenas comparable con el del domingo, o el del lunes, o el de cualquier día de la semana, y nos encontramos en las laderas de la montaña de Guadalupe, sin escoltas ni nada. Estábamos felices.

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Subimos en fila india, detrás del alcalde, mientras silbábamos la canción del puente sobre el río Kwai, y todo marchaba bien hasta que se detuvo.

–Me aliviaré en aquel lado –dijo. Y se internó en un pequeño bosque de bromelias.

"Si hubiéramos decidido deshacer el camino recorrido, como lo hicimos con los estudios del metro, habríamos regresado sin perdernos"

Decidimos buscarlo porque nada que aparecía, y lo encontramos anonadado ante la inmensidad de la naturaleza.

–Miren allá –señaló un algarrobo gigante.

–Es hermoso, alcalde –le dijo Miguelito Turbay.

–Lindo árbol, sí.

–Me refiero a usted alcalde: es hermoso. Y seguiré su legado.

El alcalde lo observó con un brillo de orgullo.

–¿Ves, Miguel, la copa de ese árbol? –le dijo mientras señalaba con un brazo, como un padre que le habla a su hijo.

–Sí –asintió Miguel, como un niño.

–Pues esos árboles no permiten tomar el sol, nos hacen ver como ratas en un metro del primer mundo!

–Pero los árboles son buenos –terció uno de sus secretarios.

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Ahora que lo pienso, si hubiéramos decidido deshacer el camino recorrido, como lo hicimos con los estudios del metro, habríamos regresado sin perdernos.

Pero en ese momento el alcalde decidió perseguir una mariposa, y la persiguió como a vendedor ambulante, y se adentró por los vericuetos del bosque.

Para ese entonces ya teníamos la ropa rasgada, y la barba nos había crecido a la altura del pecho, aun a las secretarias que estaban con nosotros.

Como el hambre arreciaba, contemplamos medidas desesperadas, como sacrificar a un funcionario o, incluso, pedir un domicilio a través de Rappi.

–Si nos hubiéramos perdido cerca al río de Bogotá, estaríamos pescando truchas- se lamentó el alcalde.

En ese momento detectamos un venado detrás de un arbusto.

–Yo lo sacrifico –nos dijo, mientras pedía silencio-. Como a los peces del Atlantis.

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Con una caña improvisó una cerbatana, porque el alcalde ha resultado muy bueno para improvisar, y de un certero disparo hirió al animal.

–Secretario –ordenó al secretario de salud-: remátelo usted: envíe una ambulancia a que lo rescate.

Para entonces ya estábamos agotados y buscamos la sombra de unos árboles para recuperar fuerzas. El alcalde se recostó debajo de un borrachero, inhaló varias veces una flor, y comenzó a trinar desde su teléfono: “A diferencia de otros antes y ahora, jamás desobedezco un semáforo con motos, jamás motos o carros con licuadoras luminosas, discreción, casi sin escoltas frecuentemente sin ellos...”.

Súbitamente se puso de pie y señaló la punta de un eucalipto.

–Sí ven ese pájaro –suspiró mientras señalaba un petirrojo…

–Qué lindo, sí –afirmó Miguelito.

–Lindo trazar allá, donde está ese petirrojo, una estación de TransMilenio –afirmó, soñador como siempre-: vendría por acá la troncal –se emocionó mientras señalaba un bosque-; y allá, donde está esa cascada, haríamos la terminal, con edificio de oficinas, vivienda, y métale una ciclorruta, por donde están los helechos, por qué no, ¡y un parqueadero!

Así era el alcalde. Cuando soñaba, soñaba en serio:

¡Cuántas urbanizaciones cabrían en esta cañada, con edificios hermosos que echen más sombra que estos árboles! –se exaltó.

Cuando afirmó que le gustaría hacer un sobrevuelo en helicóptero por la zona, porque sería como montar en un metro elevado, los bomberos nos rescataron, y, bueno, ya el resto de la historia se conoce.

Han pasado algunos días desde aquel episodio. Por el mal trago que aquella vez le hizo pasar la naturaleza al alcalde, ahora debemos talar árboles, y con ayuda del Esmad. A veces echo de menos ese sábado, lo confieso. Fue el día en que menos perdido sentí al alcalde”.

***

Mi completa solidaridad con las víctimas del miserable atentado en la Escuela General Santander. Todos unidos, sin distingos de ideologías y partidos, debemos rechazar la violencia y marchar contra el terrorismo. 

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