...PERO NO MUCHO

Semana
30 de septiembre de 1985

Hace algunas semanas -dos, tal vez tres, quizás cuatro, qué importa eso- escribí en esta misma página una crónica en la cual decía que Galán es un místico de la política y Barco un técnico de la administración pública. Ahora se me ocurre pensar que Alvaro Gómez es más un humanista que un candidato.
A la manera de los viejos eruditos del Renacimiento, que se paseaban por todos los temas mientras hacían dibujos anatómicos e inventaban cosas tan insólitas como el tenedor del almuerzo, Gómez Hurtado pronuncia un discurso sobre la inflación, pinta caballos musculosos en la soledad de su estudio, habla apropiadamente de boxeo con el campeón mundial, distingue un jab de un uppercut, filosofa con sus amigos en torno de la inmortalidad del cangrejo y de pronto escribe un tratado en cuatro volúmenes sobre la mejor manera de preparar las brevas con arepa y el queso de trenza.
Me apasionan los buenos conversadores. Los que son capaces de hablar cuatro horas seguidas, atropellándose, quitándose la palabra entre si, acezando, sobre los asuntos más baladíes de este mundo o sobre las materias más importantes. Por eso he dicho siempre que el único programa que me gusta en la televisión colombiana es el de Abelardo Forero Benavides y Tito de Zubiría. Lo único que hacen es hablar, echar carreta, conversar. Ese arte se ha perdido en este país porque la gente anda de prisa, porque el diálogo se ha vuelto un telegrama, porque ya nadie tiene tiempo para un palique.
Alvaro Gómez es un mago de la palabra. Una especie de prestidigitador del verbo. Un hablador, para decirlo con la precisión necesaria. Es insuperable en ese campo. Se ayuda con las manos, naturalmente, moviéndolas como aspa de molino, hipnotizando, encantando, meciéndolas con el encanto de una hamaca. Pero su prodigio está en la lengua y con ella lograría los mismos efectos aunque no tuviera brazos.
A sus interlocutores les produce -como me pasó a mí- la impresión de que ningún tema le es extraño. Convierte lo trivial en apasionante. El otro día unos amigos comunes me invitaron a almorzar con él. A última hora, cuando ya no podia echarme atrás, vine a descubrir que era un acto de demagogia gastronómica o de gastronomía demagógica, como ustedes prefieran, organizado por alguien que no debe tenerle ningún aprecio a su estómago: se trataba de un menú compuesto por huesos de cerdo y pedazos de chicharrón en un caserón del sur de Bogotá, en medio de borrachos de mediodía y obreros que bebían cerveza.
Duélale a quien le duela, confieso que abomino ese tipo de arrebatos y manjares. El hueso grasiento, pastoso y amarillo me repugna. Las ventas de morcilla en calles y parques me repugnan.
Pero Gómez convirtió un mal rato en una delicia. Empezó a hablar, de pronto, sobre las diferentes clases de mostaza que hay en el mundo: la de los chinos, que hace llorar por su aroma; la alemana, que es picante y agria como el carácter de un cervecero de Munich; la francesa, tan suave y perfumada que parece fabricada por Saint Laurent. Dos horas duró aquella maravillosa conferencia sobre la mostaza.
Y de repente empezó a filosofar, a regodearse con sus ideas, a paladear sus palabras. Estaba degustando su propia inteligencia más que el hueso de marrano. Se inclinó hacia mi, para que pudiera oírlo por encima del estruendo de los músicos, y me dijo:
-¿Sabe usted por qué es mala la mostaza que se produce en Colombia?
Me lo quedé viendo con asombro, porque yo creía que el asunto ya estaba agotado.
-Porque -se respondió Gómez a sí mismo, sin esperar una contestación- la mostaza colombiana, como todas las cosas de este país, pica pero no mucho.
Y se soltó en una prodigiosa disertación sobre la tibieza de los colombianos. Sobre el no mucho. Sobre nuestra indecisión en todo, desde la política hasta la comida. Y desde ese día, como si fuera la maldición de la medusa, la idea de Gómez me persigue como una obsesión. Me he dedicado a coleccionar ejemplos del no mucho. He pedido a mis amigos que me ayuden en este rastreo incesante.
Ustedes han visto a la señora que duda ante el plato de flan con caramelo a causa de su dieta. "Comételo tranquila -le dice su amiga- que está dulce, pero no mucho". Y el aficionado que sale del estadio y le comenta a su vecino: "Me gustó el Junior, pero no mucho". O la madre que se resiste a dar el permiso para que el hijo vaya al cine porque parece que la película es pornográfica. "Déjalo ir -ordena el padre- porque yo la ví y es fuerte, pero no mucho".
Probablemente el caso más frecuente es el de los alimentos. Los novios que llegan al restaurante y se preparan a comer. "Pásame la salsa", dice ella, y le pregunta a él: "¿Está muy picante?". Y le responde: "Sí, pero no mucho".
Es cierto: nos falta pasión y coraje para decidirnos entre el dulce y lo agrio, entre el amor y el odio, entre la felicidad y la tristeza. Es por eso que a mí, que admiro tanto su inteligencia, me parece que Alvaro Gómez es un buen candidato presidencial. Pero no mucho.

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