OPINIÓN
Petro, no sea nunca presidente
Llevo años advirtiendo un deterioro alarmante en la moral y la ética policial. Cada vez que hablo con policías en lugares apartados, siento que estoy ante un sindicalista que solo recita reivindicaciones laborales.
¿Qué pretende? ¿Abrir un abismo entre la juventud y las fuerzas del orden? ¿Cree que la jauría descontrolada, los muertos por la policía y el miedo ciudadano sirven a sus propósitos? ¿Qué clase de presidente sería un líder político que solo sabe nutrirse de la división y el odio? Es indudable que es un pirómano. No puede disimularlo. Cada vez que ocurre una tragedia causada por Ejército o Policía, de la que cree que puede sacar partido, Petro deja su huella indeleble. Azuza a la turba y utiliza el caos como arma arrojadiza contra quien considere rival en sus aspiraciones.“
Cinco asesinados en Bogotá es una masacre desatada por el gobierno”, trinaba el que jamás debería terciarse la banda presidencial.
“La gente ha salido a los barrios a rodear los CAIs para protestar contra la violencia y el asesinato policial. Se pensó que la pandemia dormiría al pueblo, hoy se ha reiniciado el movimiento popular”, volvía a escribir, para más adelante transmitir las quemas de los CAI como si fuesen triunfos.
Las protestas salvajes que padecemos estos días resultaron peor que la injustificable y brutal muerte de Javier Ordóñez. Todo indica que lo mataron a golpes dentro del CAI.
Cuando entrego la columna, son once los fallecidos por culpa de las hordas salvajes disfrazadas de manifestantes con derechos. Si bien todo apunta a que no les dispararon a todos los que murieron en los disturbios, fue su salvajismo el que apretó el gatillo.
No sé si alguna vez sabremos qué ocurrió en cada caso. Por videos hemos visto y oído disparos de policías acorralados contra manifestantes; de civiles armados disparando, junto a policías; de patrulleros enloquecidos, bárbaros, maltratando a marchantes indefensos. También, en varios observamos una juventud violenta, irracional, intentando matar policías a palos, a patadas, a piedras, con papas bomba, quemados.
Escenas que reflejan odio, resentimiento, ira, caos, impunidad, debilidad institucional, falta de autoridad y liderazgo. La pregunta que me asalta es quién diablos nos protege, a qué institución recurrimos.
Porque en los desmanes tampoco Claudia López ha acertado. Parece olvidar que es la jefa de la Policía Metropolitana, que si bien no tiene voz en los operativos, puede ejercer su autoridad. Pero en lugar de ponerse al frente de los uniformados, de imponer su criterio, prefirió tirarle la pelota al presidente Duque y dárselas de una víctima más del desastre.
Ella, que tiene carácter y mano firme, escogió el camino fácil de seguir la ola popular sin importarle abrir una brecha con la Policía. Incomprensible correr a prestarle asistencia jurídica a la familia de Ordóñez, olvidando que son patrulleros los acusados. Lo lógico habría sido exigirle a la Policía Nacional colaboración absoluta con la Fiscalía y supervisar que no oculten nada. Igual que asegurar que investiguen las muertes en las protestas, casi todas por balas. Y, al mismo tiempo, con idéntica contundencia, anunciar que darán con los agresores de los agentes, algunos heridos graves, y con quienes destrozaron buses y CAI.
Pese a sus equivocaciones, Claudia nunca será Petro, no echa gasolina al fuego, solo puede fallar en la manera de sofocarlo. Es como si olvidara que ya no es látigo de mandatarios, sino una de ellos. Ahora tendrá que ver qué hace sin CAI en barrios complicados y con una policía atiborrada de un peligroso coctel de impotencia, frustración, desencanto y rabia. Sin dejar de lado tanto la falta de preparación para afrontar situaciones extremas como de recursos materiales y humanos. No puede ignorar los 11.000 policías que padecen o tuvieron covid y los 16.000 que abandonaron el cuerpo.
Muchos policías no entienden que el país y los políticos se indignen por un muerto a manos de ellos, mientras que no mueven un dedo cuando los asesinan a ellos. O que deban aguantar todo tipo de improperios y agresiones físicas de manifestantes a sabiendas de que sus atacantes nunca pagan por lo que hacen.
Llevo años advirtiendo un deterioro alarmante en la moral y la ética policial. Cada vez que hablo con policías en lugares apartados, siento que estoy ante un sindicalista que solo recita reivindicaciones laborales. Se quejan, con razón, de que unos 38.000 policías esperan por años el ascenso prometido que nunca llega por falta de presupuesto. Ganan salarios bajos, la corrupción los acecha, sienten que al mínimo error sus mandos les dan la espalda, creen que se valora más las roscas que los méritos y es notable la falta de vocación. Agreguemos que los alejan de sus familias por meses, que en zonas rojas la gente los trata como parias, que no les dieron la formación que requiere un país tan complejo y que desde hace años carecen del liderazgo capaz de reconducir una institución que vive sus horas bajas.
Lo mínimo sería cambiar al ministro de Defensa y dimisiones en la cúpula policial, la de la Metropolitana como mínimo. No basta con investigar patrulleros. Sus comandantes también tienen responsabilidad.
En todo caso, lo ocurrido estos días solo genera más desconfianza no solo de la ciudadanía hacia la Policía, sino de la Policía hacia los ciudadanos. Es fácil ser Petro y escupir a la autoridad, avivar el descontento. Lo difícil es corregir el rumbo de la Policía y transmitir confianza y seguridad.