POPAYAN NECESITA UN SHAKESPEARE...

Semana
23 de mayo de 1983

Las evidencias parecen demostrar que sobre la tragedia de Popayán se ha escrito y se ha dicho todo lo que había que decir y todo lo que había que escribir: crónicas del desastre, lista de víctimas, relatos de la hecatombe, malos poemas llorosos, panegíricos estrambóticos, cartas de solidaridad.
Sobre la tragedia, pero no sobre el drama. Porque los buenos escritores saben --como decía Camus a propósito de una obra tan portentosa como "La Peste"-- que los verdaderos protagonistas de una catástrofe no son los muertos, sino los vivos.
Es por eso que toda la tarea literaria escrita en Colombia, en relación con un tema tan apasionante como la violencia política que estremeció al país, resulta de mala calidad: porque se volvió un catálogo de cadáveres, un manual de instrucciones sobre el "corte de franela" y los muertos que flotaban en los ríos, y nadie se acordó de los vivos que aguardaban despiertos, escondidos entre las sombras de la noche, a que los fueran a asesinar.
Hubo un solo escritor que comprendió, hace casi treinta años, la diferencia terrible entre la tragedia (que son los muertos) y el drama (que lo hacen los vivos): ese escritor se llama Gabriel García Márquez. Y su libro es "La Mala Hora". Sin ser la mejor novela de Gabo, ni mucho menos, "La Mala Hora" tiene por lo menos ese mérito: descubrió que los vivos sufren más que los muertos.
Se me vienen a la cabeza estas reflexiones, mientras veo el pálido sol bogotano de abril a través de una ventana entreabierta, porque me parece que con Popayán y los pueblos asolados del Cauca está pasando la misma cosa: en las páginas de los periódicos se han invertido los papeles de la realidad, y ocurre que los muertos están sepultando a los vivos. Les han quitado el carácter de actores principales.
Una tragedia se hace con destrucción y ruinas. Un drama, en cambio, se compone de miedo y agonía, de desesperanza y pavor. Una tragedia es casi obra de la sobrenaturaleza o, en el mejor de los casos, es obra de la naturaleza desbocada y embravecida, como sucedió en el Cauca. Un drama, por el contrario, es cosa de hombres y mujeres, de niños y ancianos que se encuentran de súbito parados de frente ante su desolación. Dicho en pocas palabras, y para no seguir dándole vueltas al asunto: un drama es lo que queda en pie, en el corazón humano, después de que ha pasado la tragedia.
Tal vez no hay ninguna otra ciudad colombiana en la que, como aconteció en Popayán, el drama sea superior a la tragedia por las mismas tradiciones de sus habitantes, porque el terreno estaba abonado para la angustia, porque el terremoto escogió el lugar preciso para hacer más sobrecogedor su efecto.
Voy a decir por qué digo lo que digo. Popayán es una ciudad de gente pobre, de barrios humildes, de vecinos modestos. Al otro extremo de la pirámide social, en el vértice, está una clase aristocrática pero sin dinero. Desde el punto de vista social, la vieja ciudad de Belalcázar es, sin duda, una de las más orgullosas del país. Pero, si se le mira a través de un cristal económico, se descubre que en Popayán lo que existe de arriba hacia abajo es una vasta, extensa clase media llena de abolengos familiares pero sin cuenta bancaria.
En esa franja de los que se hallan en la cúspide social, y aunque parezca una paradoja, está lo peor del drama desatado por el terremoto del Jueves Santo. Los pobres, habitantes de sectores como Barrio Plateado, Alfonso López o El Cadillal, toman a sus hijos de la mano, va a la Cruz Roja, piden una carpa, consiguen alimentos para sus familias.
Los aristócratas de Popayán, en cambio, se tragan su angustia en silencio. Han quedado en la misma ruina que los proletarios. ¿Qué tenían, a ver, qué tengan estos hombres y señoras de rancios apellidos? Una casa muy bella, colonial, con tres patios de piedra y diez aposentos. Y un empleo digno y bien remunerado, hasta donde es posible conseguir una buena paga en una pequeña comunidad comercial como Popayán.
Pues bien: la casa solariega se vino al piso y el lugar del empleo se desplomó con la furia de la tierra. En trece segundos de espanto quedaron, literalmente, en la mitad de la calle. Solo sobrevive su apellido, una vida limpia y digna, un abuelo que fue general en las guerras de Independencia, un tío materno que llegó a la Presidencia de la República, unas cartas amarillentas. Pero de eso no se come. Ni con eso se puede uno abrigar bajo el frío nocturno de Popayán.
Estas señoras de prosapia no pueden ir al Idema a que les regalen una bolsa de comida. No pueden pedir un mercado. No pueden rogar por una carpa. Están sufriendo a solas su drama, el auténtico, el verdadero drama de la catástrofe.
¿Quién se imagina, Virgen Santísima, a una dama Mosquera haciendo cola ante el puesto de socorro de la Cruz Roja?. Pero la dama Mosquera necesita tanta ayuda como un obrero de Barrio Plateado. Quedaron ambos en la misma miseria. La naturaleza hizo tabla rasa, en menos de un cuarto de minuto, y dejó en idénticas condiciones a los herederos de los generales de Bolívar y a los palafreneros de sus bestias.
Este episodio, con todo su dolor, me recuerda aquella anécdota de la mujer del coronel en la novela de García Márquez: la señora que ponía piedras en la olla y prendía el fogón para que sus vecinas no se dieran cuenta que en su casa no había nada que comer.
La tragedia de Popayán ha sido un momento cumbre del periodismo colombiano, desde el punto de vista profesional, pero el caso de la aristocracia indigente que no se atreve a pedir ayuda por razones de amor propio es mucho más que una tragedia: es un drama.
Aquí es donde Popayán necesita un Shakespeare capaz de pulsar esta agonía. Un Shakespeare que, como el sepulturero de su Hamlet sea capaz de tararear una tonadilla mientras abre una sepultura...

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