OPINIÓN

El Derecho al revés

Grave la contaminación que padecen los ríos Atrato y Amazonas; dañinas las sentencias judiciales para combatirla

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
19 de abril de 2018

La Corte Constitucional al resolver una acción de tutela discurre, con amplio acopio de información, sobre los múltiples daños que padece el Río Atrato y sus afluentes por causa de acciones predatorias y en muchos casos criminales. Entre ellas menciona la tala de bosques para comercializar la madera y usar las tierras arrasadas para cultivos ilícitos; los demoledores efectos de la contaminación de las aguas por el mercurio que se utiliza en emprendimientos mineros ilegales; la destrucción de la capa vegetal en las rondas y riveras por máquinas retroexcavadoras usadas sin precaución alguna; la pesca con explosivos que está llevando a la extinción de muchas especies acuáticas.

Según la Corte Constitucional -y seguramente tiene razón- la acción de las autoridades ha sido ostensiblemente ineficaz, motivo por el cual para evitar que se causen más daños irreversibles se requieren medidas urgentes. Para cumplir ese noble y apremiante propósito, ordenó que se tenga “al río Atrato, su cuenca y afluentes como una entidad sujeta de derechos a la protección, conservación, mantenimiento y restauración (…)”. Con fundamentos similares, la Corte Suprema ha tomado determinaciones semejantes con relación al Río Amazonas.

Considerar que elementos de la naturaleza, como los ríos, las montañas y el mar; o las construcciones que los hombres en ella realizan -edificios, puentes o monumentos- son sujetos de derecho, implica ignorar que el Derecho es una herramienta cuyo objetivo consiste en regular las relaciones entre quienes interactuamos en sociedad, que únicamente somos, hasta donde estoy enterado, los seres humanos (no nos relacionamos ni con los ángeles ni los arboles por mucho que los amemos).

Las normas jurídicas sirven para establecer reglas de conducta que a unos imponen deberes y a otros facultan para requerir su cumplimiento. Frente a cada sujeto obligado se erige otro -el titular del derecho- que puede exigir una determinada prestación, incluso a través de la coacción ejercida por el Estado. Por lo tanto, asumir que algunos elementos de la naturaleza son sujetos de derecho genera una dislocación profunda de los elementos definitorios del “Derecho” en sentido objetivo; es decir, como categoría propia del mundo social.

Además, comporta una violación ostensible de reglas imperativas. La Constitución prescribe que “toda persona tiene derecho al reconocimiento de su personalidad jurídica”, lo cual de por si demuestra que son “las personas” -no las cosas- quienes gozan de personalidad jurídica. Según el diccionario de la RAE, “persona” es un individuo de la especie humana; también se llama así a quien es “sujeto de derecho”, es decir, tanto a las personas físicas como a las sociedades y asociaciones que libremente creamos, y a los desdoblamientos del Estado (la Nación, las agencias regulatorias, los municipios, etc.).

El Código Civil, que recoge las concepciones jurídicas que nos vienen desde el Código de Hammurabi y la antigüedad romana, señala que “los ríos y cauces de agua” son bienes del Estado, “de uso público en los respectivos territorios”. Claro está que las legislaciones ambientales modernas regulan prolijamente el uso de esos bienes, pero ello no permite dar el salto conceptual que implican tratarlos, no como tales, sino como personas.

Las determinaciones judiciales glosadas han sido adoptadas en ejercicio de la acción de tutela que permite “a toda persona” demandar la protección inmediata de “sus” derechos fundamentales. Conferir, por la vía judicial, la condición de sujetos de derecho a los ríos, montes, playas o senderos, etc., es contrario al sistema jurídico Y si esa pretensión es un ex abrupto legal, también lo será ordenar que esos nuevos sujetos tengan derechos de cualquier clase que ellos sean. Nuestra Constitución es “verde” o “ecológica”, como tantas veces se ha dicho; por eso dispone que “todas las personas tienen derecho a gozar de un ambiente sano”. Garantizarlo corresponde al Congreso y al Gobierno, incluso bajo apremio judicial, bajo el ducto especifico de las denominadas “acciones populares”. Por razones que no alcanzaré a explicar, no es posible acudir al camino de la tutela, que tantas veces se ha usado para expandir el poder de los jueces por fuera del marco constitucional.

De otro lado, como los seres inanimados son inertes, cualquier persona (o mero abogado) puede asumir la representación judicial de cursos de agua, humedales, páramos, desiertos, etc. para someter los asuntos de sus “clientes” a consideración de los jueces. Será un bonito negocio para muchos de mis colegas.

Todo este galimatías obedece, creo yo, no a que algunos magistrados ignoren las elementales nociones jurídicas aquí expuestas, sino a un propósito político: convertir a los jueces en protagonistas de una causa indispensable y popular, la protección de la naturaleza.

Quizás la primera víctima de la previsible proliferación de tutelas sea, precisamente, el medio ambiente. Las autoridades administrativas no darán abasto tratando de atender órdenes judiciales posiblemente emitidas sin adecuado conocimiento de sus implicaciones en ámbitos tales como la física, la biología, el clima y la botánica. Poco tiempo les quedará para realizar tareas útiles; y estarán expuestos, si no logran descifrarlas o ellas son absurdas, a sanciones, que incluyen, como se recordará, el arresto.

La otra víctima será el Estado de Derecho, cuya integridad ¡oh ironía!, la Corte Constitucional debe preservar. Si se examina el catálogo de sus funciones, en ninguna parte aparecen las competencias para convertir a los ríos en titulares de derechos y reconocerles unos supuestos derechos fundamentales.

Briznas poéticas. Eros en Darío Jaramillo. “…esta canción que la radio deposita en la tarde/ me lleva atrás/ a las horas que compartí con alguien que ya no se despierta./ Y todavía se estremece la piel/ recordando tan antiguas caricias”.

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